Otras miradas

Let's talk about sex

Silvia Cosio

Licenciada en Filosofía y creadora del podcast 'Punto Ciego'

Freepik.
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Cada vez que alguien habla de pornografía echo mano a mi carnet de feminista porque estoy segura de que me lo van a quitar. Por más que lo intento no puedo evitar tener opiniones de lo más encontradas y contradictorias sobre el tema. Por un lado me imagino a Ted Bundy sentado en su celda diciendo con toda su cachaza cínica de asesino en serie misógino y narcisista que la culpa de todo la tiene el porno, pobrecito mío, como si millones de hombres, comenzando por los policías que lo detuvieron, no hubieran consumido las mismas revistas pornográficas que él y, fíjate, no se dedicaban a asesinar chicas como tú, pedazo de cretino.

Pero, por otro lado, pienso también que la mayoría de la pornografía refuerza todos los estereotipos patriarcales de dominación, cuando no de humillación, sobre el cuerpo de las mujeres y que se centra exclusivamente en el deseo y placer masculino. Lo cierto es que, cada vez que se saca el tema de la pornografía, siento que el discurso se desliza por la peligrosa y sensacionalista senda del pánico moral -de izquierdas y de derechas-, y que cuando hablamos de pornografía en el fondo estamos hablando de prejuicios, puritanismo, gustos personales, presunciones y rumores.

A mi no me gusta la pornografía, pero de mis gustos personales y subjetivos no se puede construir una instancia política como tampoco elaborar todo un corpus moral. Ojalá tuviera una opinión más firme, menos resbaladiza, más contundente, pero me resulta imposible perder de vista que la pornografía es una actividad -un negocio multimillonario más bién- construido sobre hombres y, sobre todo, mujeres, en muchas ocasiones muy vulnerables, y que, por tanto, tenemos la obligación de evitar caer en la infantilización y no invisibilizar ni estigmatizar ni mucho menos deshumanizar a quienes se dedican a esto.

Siempre me han sobrado los sermones y las posturas contundentes cuando hablamos de vidas ajenas, sobre todo cuando las condiciones de esas vidas han sido menos privilegiadas que las mías de muchachita de provincias.


Pero claro, luego me pongo a leer este domingo pasado la entrevista a Pedro Sánchez en El País y me entero de que van a regular el acceso de los menores de edad a la pornografía y me quedo muerta. Porque, espera, ¿me quieres decir que en un país en el que hemos conseguido regular el consumo y la publicidad del juego, el alcohol y el tabaco a menores, no hemos hecho lo mismo con la pornografía?

No caigamos en el pánico antes de tiempo, por favor. Por supuesto que está regulado, otra cosa muy distinta es que dicha regulación sea más o menos efectiva, como ocurre también con el alcohol, el tabaco y el juego. Así que, perdonad mi prurito semántico, esto no va tanto de regular como de hacer que dicha regulación sea eficaz o, al menos, que a los menores les resulte mucho más complicado acceder a la pornografía en internet de lo que les está resultando ahora.

Los datos son contundentes y preocupantes, esto no es una broma. Pero deberíamos dejar de hacernos trampas al solitario porque todo esto consiste, una vez más, en dar vueltas de nuevo sobre el tema que más preocupación y tiempo nos está tomando en la conversación pública: las pantallas y los adolescentes. 


Pertenezco a una generación que se lanzó de cabeza, entusiasmada y sin mirar atrás, al océano de internet: nos abrimos perfiles en todas las redes sociales, cedimos datos personales a cookies y a quien nos lo pidiera, compartimos intimidades, fotos, opiniones, ligamos, compramos, trabajamos, pagamos nuestros impuestos y socializamos pegados a un ordenador y a nuestros móviles.

Lo hemos hecho sin reflexionar y convencidos de que era una de las mejores cosas que nos había sucedido en esta vida, como si internet fuera un ente divino y neutro y no un espacio copado por grandes corporaciones, una selva neoliberal apenas regulada donde lo mismo te puedes encontrar la receta perfecta de la tarta de manzana que fotos explícitas de las víctimas de Jeffrey Dahmer.

Sin embargo, cuando vemos este comportamiento replicado en nuestros hijas e hijos, nos ponemos de los nervios, sin querer confesarnos que lo que realmente estamos presenciando no es más que el reflejo más joven, más ingenuo, más vulnerable, más hábil de nosotros mismos. Los adolescentes, desde tiempos inmemoriales, no hacen más que repetir de forma histriónica y hormonada lo que les hemos enseñado o dejado de enseñar.


Hemos arrojado a nuestros adolescentes delante de las pantallas desde bien pequeños, lo hemos hecho incluso cuando nosotros mismos no hemos acabado de entenderlas, dejándolos sueltos y sin guía por un territorio salvaje que no nos hemos molestado en regular, ni tan siquiera vigilar. Hemos sido nosotros quienes los hemos hecho vulnerables y dependientes de ellas, y cuando el resultado nos asusta o molesta, se lo echamos en cara.

Ahora contemplamos que han sido, que siguen estando, expuestos a todo tipo de pornografía en redes, y no me refiero solo a la pornografía sexual: streamers que vomitan en camiseta imperio basura incel, niñatos ricos de tercera generación apologetas de la cultura del esfuerzo, evasores de impuestos que berrean desde Andorra, llorones de la inclusión forzada, hijas de directivos que romantizan la vida de ama de casa tradicional, criptobros, terraplanistas y todo tipo de fauna facha más o menos tradicional. 

¿Y qué estamos haciendo nosotros para contrarrestar todo esto? Ya os lo digo yo, aparte de refunfuñar y generar titulares amarillistas: nada. Estamos ante la Gran Renuncia Educativa. Tan preocupados andamos ante los resultados del Informe PISA y las faltas de ortografía que nos hemos olvidado de que educar es mucho más que saberse todos los nombres de la Generación del 27, que educar es, entre otras cosas, contrarrestar toda la propaganda neoliberal y reaccionaria que se comen nuestros adolescentes.


Pero es que el único instrumento al que podemos recurrir para compensar las desigualdades, tanto materiales como inmateriales, la Escuela Pública, también parece haber renunciado a su labor principal y anda enfrascada en todas las guerras culturales reaccionarias, discutiendo sobre la excelencia educativa o mirándose el ombligo, mientras miles de adolescentes escuchan a un tipo defender en directo que desahuciar a una anciana es una cosa fantástica, que para eso la casa es suya, y que esto no hubiera pasado si la vieja hubiera nacido streamer y no pobre.

Por esto mismo cabe preguntarse -y preocuparse- por los resultados de la encuesta del CIS sobre igualdad, porque más allá de titulares de clickbait, nos pinta un panorama alarmante entre los varones de entre 16 y 24 años. Porque precisamente esta es la franja de edad donde se encuentra el grueso de quienes se sienten más amenazados por los avances del feminismo. Y son estos mismos chicos, oh sorpresa, también los que son más vulnerables ante el uso de pantallas.

Una se pregunta, sin quitarle importancia al hecho de que niños y jóvenes puedan acceder a contenido sexual que no están preparados para entender y procesar, contenido e imágenes que les pueden generar falsas expectativas en torno a la sexualidad humana e incluso llegar a condicionar algunas de sus conductas sexuales futuras, si esto es más dañino para ellos que pasarse la tarde viendo a un tipo en camiseta que mientras juega al Fortnite escupe opiniones misóginas o racistas o les intenta convencer de que la gente pobre lo es porque no se ha esforzado lo suficiente.


Cualquier medida que se tome para hacer más complicado, más exigente, el acceso a contenidos nocivos para los menores siempre será bienvenida, aunque no puedo evitar sentir cierto escepticismo sobre su utilidad e incluso viabilidad. Como tampoco puedo evitar pensar que los menores estarían mucho más seguros a la hora de enfrentarse a la pornografía en internet si lo que ven lo pudieran contrastar, procesar, reflexionar, valorar y discutir con nosotros gracias a haber recibido una correcta educación sexoafectiva en cada una de las etapas de su educación reglada. 

Hacer de internet un espacio seguro para los menores, pero también para las mujeres y todos los colectivos vulnerables, es una obligación política y una obligación de toda la sociedad, pero sin un compromiso claro ante los valores de la igualdad, la solidaridad, los derechos humanos o el antirracismo la mayoría de las regulaciones serán tan baldías como intentar vacíar el Lago Ness con una cucharilla de café.

Como la pornografía, el miedo a las pantallas no deja de ser la constatación de nuestra Gran Renuncia Educativa, de nuestra entrega sin condiciones al neoliberalismo más chusco y nihilista, un camino del que llevamos un largo trecho ya recorrido pero que siempre estamos a tiempo de desandar para tratar de buscar rutas más amables y soleadas. 

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