Otras miradas

El fetichismo del escritor

Pablo Batalla

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La casa de Vicente Aleixandre está a la venta. La venden sus herederos, que lamentan que ningún organismo público haya mostrado la intención de adquirirla. Es una vivienda unifamiliar de la calle Velintonia, en el barrio de Chamberí, en Madrid; allá vivió el Premio Nobel durante cuarenta años. Y ahora puede pasar a manos privadas, una posibilidad que hace echarse las manos a la cabeza a quienes en ello ven la enésima prueba del maltrato a la cultura que caracterizaría a España, país de instituciones insensibles y negligentes, donde una sociedad iletrada no se moviliza por otra parte para evitar que lo sean.

¿Es para tanto? La sacralidad que en la edad contemporánea dejó de habitar en las iglesias progresivamente vaciadas se trasladó, indestructible, a otros lugares, y uno de ellos, uno de tantos, fue la literatura. Es habitual que sacralicemos de algún modo los libros y a los escritores. Uno de los más típicos ritornellos de la red anteriormente conocida como Twitter es el tuit lacrimoso de alguien que ha visto una caja de desvencijados libros al lado de un contenedor, horrorizado por este tratar los libros como colillas. Los libros en cuestión bien pueden ser —como alguien bromeaba hace poco en la red ahora conocida como X— el tomo 3 de una enciclopedia de 1971, un manual sobre cómo maltratar a tu esposa, un catálogo de cortinas y un ejemplar de Los pilares de la tierra del que un perro se haya comido ciento veinte páginas. Pero es habitual que vengamos a participar de una versión laica de cierta tradición judía que prohíbe la destrucción de libros.

Cada sinagoga tiene una guenizá, un depósito, en el que se almacenan los manuscritos y el material sagrado que queda en desuso: la rigurosa ley hebrea prohíbe que páginas que contienen el nombre de Dios sean tratadas de manera indigna. Cuando la guenizá se llena, su contenido se quema ceremoniosamente; pero cuando el almacén es grande, los documentos pueden no quemarse durante siglos, y convertirse aquel en una fuente de información inestimable para los historiadores. La guenizá de El Cairo, descubierta en 1896 por dos aventureras escocesas, proporcionó a los maravillados estudiosos trescientos mil documentos entre los que había contratos de negocios, textos seculares y religiosos, obras de erudición rabínica e incluso escritos personales de Maimónides.

En esa versión nuestra de la librolatría, las casas de escritores se vuelven templos; espacios sagrados que han de preservarse intactos a toda costa. Y se fundan casas-museo en las que se otorga una cualidad numinosa a la mesa en la que escribía el vate, la cama en la que dormía y el orinal en el que meaba. Bien puede no contársenos nada sobre su obra, sino solo sobre él, o ella (casi siempre él); ser meramente un espacio para la recreación fetichista de peregrino que visitase la capilla que conservara las reliquias del santo preferido. Para este tipo de visitante, es menos interesante un museo, pongamos, del Quijote, que relate y exponga las mil derivaciones del mito del Caballero de la Triste Figura, y le hable del quijotismo ruso y le exponga el dernier soupir de don Quichotte de Blasco y los dibujos de Doré y hasta los cuadros de Ferrer-Dalmau, que uno de Cervantes al que ir a venerar los objetos personales del manco de Lepanto.

Confiesa este columnista que tales casas-museo no le han interesado jamás: no llegó a visitar la de Unamuno en todos los años que pasó en Salamanca. Visitó, esta sí, la casa de Isla Negra de Pablo Neruda, en Chile; pero no salió de allí más nerudiano, sino menos, empalagado de la clamorosa egolatría del Nobel, y preguntándose, de aquella casa repleta en cada esquina de sus cosas, y de la que el guía explicaba que todo estaba tal cual lo dejó en 1973, dónde estaban las cosas de Matilde, que también vivía allí. Tampoco a quien esto escribe le quita el sueño la venta de la casa de Aleixandre. De un escritor, de un poeta, el mejor museo —el único interesante— es su obra; un templo portátil y reproductible, como el rabino Yohanan Ben Zakai discurrió que podía ser la Torá después de la destrucción del de Jerusalén. Y a las instituciones públicas, lo que hay que pedirles es subvenciones para la literatura nueva y el acceso a la vieja, editoriales Quimantú, Fondos de Cultura Económica, bibliotecas de La Pléiade, becas de ayuda a la creación, no ser anticuarios del cajón de los calzoncillos y el bol de los chococrispis de cada novelista y cada poeta con entrada de enciclopedia (que, por cierto, no siempre son los mejores, porque el canon no solo se forma con criterios de calidad, como Álvaro Acebes Arias va mostrando en sus «Rescates» de literatos excelsos pero olvidados, en la revista El Cuaderno).

La poesía es maravillosa; los poetas —como sabe cualquiera que trabaje en una editorial—, unos cantamañanas las más de las veces. Dice Ana Pérez Cañamares que «el trabajo de poeta consiste también desmitificar el trabajo de poeta». Y decía William Gaddis que «los escritores deben ser leídos y no vistos».

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