Otras miradas

Los silencios que irrumpen a pesar de las familias

Andrea Momoitio

Periodista

Cuadro "Mon han dog ikke skulle komme?", de Christen Dalsgaard (1879).
Cuadro "Mon han dog ikke skulle komme?", de Christen Dalsgaard (1879).

Los silencios y los recuerdos se heredan. Algunas heredan también viviendas, dinero, acciones, privilegios, apellidos compuestos. La mayoría, sin embargo, sólo heredamos refranes, recetas, viejas historias, alguna vajilla sin estrenar y cubiertos desparejados. Pueden parecer cositas inofensivas, pero están destinadas a convertirse en grandes conflictos. El paso de los años hace que los refranes pierdan sentido, que las recetas tengan que adaptarse por falta de ingredientes, que las historias revivan entre mentiras, que las vajillas no puedan lavarse en el lavavajillas, que nadie recuerde a quién corresponden las iniciales de los tenedores.  

Enfrentarse a silencios familiares siempre es arriesgado desde la narrativa, pero, por suerte, siempre hay alguien con ganas de retarlos. Massimo Recalcati dice "que siendo el ser humano un ser de lenguaje, siendo su casa la casa del lenguaje, su ser sólo puede manifestarse a través de la palabra". 

La bisabuela de Itxaso Martín, por ejemplo, pasó más de 50 años en un centro psiquiátrico. Al parecer, sufría "melancolía de la involución", algo así como una depresión. Nadie, nadie hasta que Martín se encontró de frente con la historia, se había preguntado qué le pasaba, quién había decidido psiquiatrizarla o por qué estuvo más de 20 años callada. Todo empezó con un silencio y ha acabado siendo un grito. Primero, en forma de tesis doctoral: Escribiendo la locura, la desmemoria y el/los silencios: mujeres devenidas vacío como espejo del orden social y moral; y, después, como Ni, Vera, una novela publicada por Elkar: "El silencio en torno a este episodio estaba condicionando la vida de toda una estructura familiar. Un psicólogo me decía que los tabúes que hay en las familias son como un volcán. Te sientas encima para que no explote, pero eso condiciona todos tus movimientos porque, si te levantas, explota. El silencio crea un sistema perverso", asegura Martín.  

Su bisabuela, que había estado sumergida en, al menos, dos décadas de silencio, había muerto ya cuando ella decidió explotar el volcán. Las erupciones volcánicas son uno de los fenómenos naturales más impactantes porque muestran la fuerza inherente de la tierra. El magma y otros materiales que esconden en el interior emergen hacia la superficie y, por supuesto, se transforman. Algo similar ocurre con los silencios, que, al ser revelados, de alguna manera, mutan.  

En Nada se opone a la noche, Delphine de Vigan trata de reconstruir la historia de Lucile, su madre. Entre fotos, videos, entrevistas y recuerdos, la autora se sumerge en una búsqueda en la que pretende alcanzar una verdad que no existe: "No tenía más que fragmentos dispersos y el mismo hecho de ordenarlos constituía ya una ficción. Escribiese lo que escribiese, entraría en el terreno de la fábula. ¿Cómo me había imaginado, aunque fuese un solo instante, poder hacer inventario de la vida de Lucile? ¿Qué buscaba en el fondo, si no era acercarme al dolor de mi madre, explorar sus contornos, sus pliegues secretos, la sombra que arrastraba?".  

A raíz de la publicación de Lunáticas, una serie de 'De eso no se habla', el podcast de Isabel Cadenas Cañón, no paran de llegarme peticiones de ayuda: "Creo que mi abuela fue prostituta, no sé por dónde empezar a buscar"; "Creo que no me abandonaron"; "Mi tía tiró toda la documentación"; "No sé a quién preguntarle ya qué pasó con mi bisabuela"; "Mi familia no quiere contarme nada". En estas búsquedas –la de  Itxaso Martín, la Delphine de Vigan y la de tantas y tantas más que nos empeñamos en hacer explotar silencios familiares– el riesgo siempre es el mismo. En cada una de las búsquedas hay exposición, rupturas, heridas y ficción. Ningún silencio puede estallar repleto de verdades, pero todos los silencios están a reventar de mentiras 

Enfrentarse a los silencios propios, a los que arrastran nuestras propias familias, es lo más difícil. Algunas, sin embargo, los enfrentan con franqueza. Por qué volvías cada verano, de Belén López Peiró, es uno de los mejores ejemplos de valentía: "Sentí que estaba escribiendo contra mi familia, contra las instituciones y contra mí misma", declara la autora de una novela autobiografía en la que denuncia el silencio familiar y al abandono institucional ante el abuso sexual en la infancia. 

La sacrosanta institución de la familia cae sobre una losa sobre nosotras cuando tratamos de contar algunas historias. La familia, esa estructura patriarcal y agresiva para tanta gente, parece ser la única unidad digna de respeto eterno. De repente, la opinión de unos primos lejanos parece que importa. De repente, el miedo a dañar a una tía a la que hace siglos que no ves puede convertirse en un freno para desvelar un silencio. Los archivos, en muchas ocasiones, te abren o te cierran la puerta ante una simple pregunta: "¿Grado de parentesco?". Si puedes acreditarlo, accedes a la información. Si no, el silencio queda, de nuevo, archivado. La familia, fuente de tantos dolores, tiene la posibilidad de permitir que se haga justicia con viejas historias o puede permitirse entorpecer algunas búsquedas. 

Esto, sobre todo, afecta a quienes tratamos de desvelar violencias históricas en clave de género: ¿Qué familia permite que una historiadora descubra que machacaron a un primo maricón? ¿Qué familia permite que cuentes que la abuela fue vendida al mejor postor? ¿Quién no se revuelve cuando sabe que su prestigio puede ser puesto en entredicho cuando todo el mundo sepa que su hermana era puta? ¿Cómo convencemos a alguien para que deje indagar a una periodista en el pasado nazi de su familia? A veces hay suerte, pero lo más habitual es encontrarse con resistencias: "Deja de enredar"; "No te metas"; "A quién le importa"; "Eso no fue así"; "Mezquina".  

Hace unos días, hablaba de todo esto con unas compañeras feministas. Una de ellas mostraba su resistencia ante cierta tendencia a desvelar silencios familiares. Decía que le preocupaba que tratáramos nuestras genealogía como si fuera un oráculo, que delegáramos algunos de nuestros dolores en viejas historias que no hemos vivido. Hay cierto riesgo, por supuesto. Pero, en mi caso, por ejemplo, siento el dolor de mi bisabuela Esther cada vez que alguien llama por su nombre a mi madre. No sé si querer contar su historia es una magufada o es memoria histórica, pero, entre viejos silencios familiares, nuestros dolores irrumpen a pesar de todo. 

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