China y Rusia han forjado un nuevo paradigma de relaciones entre grandes países, totalmente distinto del enfoque obsoleto de la Guerra Fría, declaró el ministro chino de Relaciones Exteriores, Wang Yi, en la habitual conferencia de prensa en el marco de las lianghui.
Las relaciones sino-rusas representan una decisión estratégica tomada por ambas partes sobre la base de los intereses fundamentales de ambos pueblos, y más aún, constituyen un requisito natural para adaptarse a la tendencia imperante del desarrollo del mundo, apostilló Wang.
Desde el inicio de la guerra en Ucrania, China ha dado un importante balón de oxigeno a Rusia. Pese a todo, no debiéramos pasar por alto las diferencias que les separan y que, en rigor, impedirían hablar de una alianza y mucho menos de ilimitada, como tantas veces se pregona. Cierto que China no condenó la invasión rusa ni tampoco participó de las sanciones impuestas a Moscú por las potencias occidentales. Tal proceder ha llevado a muchas capitales a meter en el mismo saco a ambos países, cuyo interés básico convergente sería la liquidación de la hegemonía liberal global. En este marco, China sería la más beneficiada, actuando Rusia de comodín maleable para satisfacer sus intereses estratégicos.
Entre las razones que justifican esta sintonía sino-rusa cabría citar, en primer lugar, la presión estratégica que China percibe en sus zonas costeras. Su situación es particularmente volátil, ya nos refiramos al Mar de China meridional o a Taiwán. De este modo, como ha señalado el profesor Zhao Huasheng, de la Universidad de Fudan, se aseguraría una retaguardia terrestre estable, lo que podría resultar de gran importancia si llegara a estallar un conflicto abierto.
Cabe recordar que el problema de Taiwán está a las puertas de un nuevo giro político con el relevo en la presidencia de Tsai Ing-wen. Aunque su sucesor, Lai Ching-te, se alinea con el continuísmo del statu quo, una escalada hacia mayor tensión no es descartable. Asimismo, la situación se caldea en las disputas territoriales con Filipinas, muy especialmente, aunque otros países de la zona mantienen reclamaciones al respecto. EEUU sigue fortaleciendo sus alianzas militares y de seguridad tanto a nivel bilateral como a través de la potenciación de las nuevas alianzas, ya sea QUAD o AUKUS, que pronto podría incluir a Japón.
Esa gran pinza estratégica preocupa en China. Atemperarla y equilibrarla, en buena medida, pasa por establecer unas buenas relaciones con Rusia; de este modo, puede concentrar sus preocupaciones y recursos en los desafíos que plantea la estabilidad de las rutas marítimas y la gestión de los contenciosos en esta frontera.
En segundo lugar, además de la seguridad, el desarrollo compartido es una preocupación común. El entendimiento bilateral se sustenta en un avance imparable de la relación comercial con fuerte peso del suministro energético. El crecimiento en 2023 fue del 26,3 por ciento, alcanzando los 240 mil millones de dólares. Pero, además, la simpatía ha facilitado la implementación de procesos que de otro modo serían más complejos: es el caso de la internacionalización del yuan o de la definición de una alternativa sólida a los sistemas de pagos transfronterizos controlados por Occidente.
En tercer lugar, en lo político, aunque sus sistemas se diferencian claramente, ambos comparten el rechazo al orden liberal que lidera EEUU y reclaman su derecho a plasmar regímenes políticos adaptados a su propia historia, cultura o necesidades como expresión de garantía de soberanía.
En cuarto lugar, en lo diplomático, desde la OCS a los BRICS, ambos países han entretejido una red de socios con una proyección que no deja de crecer aun a pesar de las contradicciones que pudieran prodigarse en su seno. La multipolaridad es el santo y seña que les convoca.
En el debe cabe tener en cuenta varias circunstancias. En primer lugar, en la interpretación misma de la crisis de Ucrania, no falta en China (Feng Yujun, de Fudan, por ejemplo) quien advierte en el proceder ruso un tic imperial que tampoco Beijing olvida. Rusia formó parte del grupo de países que en el siglo XIX le impusieron los tratados desiguales obligándole a efectuar importantes cesiones territoriales. En virtud de ello, por ejemplo, Vladivostok fue a caer bajo la soberanía de la Rusia zarista. China no ha reconocido la anexión de Crimea ni tampoco de los territorios ganados a Ucrania en la contienda. Sigue enarbolando el principio de integridad territorial como clave para una solución política del conflicto.
En segundo lugar, que la opción de la guerra, promovida por Rusia para atender a sus intereses nacionales, no es tampoco la mejor de las fórmulas para garantizar los intereses de China. Para esta, tras la pandemia, la prioridad ha sido salvaguardar a toda costa aquella estabilidad que le puede ayudar a su modernización y desarrollo. La guerra trajo consigo una nueva partición del mundo, acelerando las tendencias desglobalizadoras que, por supuesto, no son del gusto chino.
En tercer lugar, la negativa de China a secundar la reacción occidental y situarse más cercana a Rusia a pesar del intento de mantenerse neutral y equidistante, complicó y mucho las relaciones con EEUU pero también con la UE, con quien venía desarrollando un importante trabajo de clarificación de intereses para evitar que los desacuerdos escalen hacia un enfrentamiento.
Por último, en la visión del tránsito hacia un nuevo orden mundial también hay matices. La multipolaridad y el fin de la hegemonía liberal es un poderoso acicate; no obstante, cabe reconocer que las velocidades que ambas partes quieren imprimir a ese proceso difieren claramente. China no quiere que se desarrolle en un marco de confrontación y ansía un periodo de transición que preserve esa dirección pero que al tiempo no afecte negativamente al ritmo de su modernización, como está aconteciendo ahora. Entre ruptura y pacto, Beijing elegiría lo segundo con preferencia a lo primero, a diferencia, probablemente, de Rusia.
La mayor inquietud para China es que la guerra en Ucrania se alargue en el tiempo, obligándole a visibilizar un apoyo a Rusia que le impedirá recuperar sus relaciones con una Europa que probablemente seguirá girando a la derecha en los próximos años. Una circunstancia que podría aspirar a compensar con la hipotética desafección provocada por la irrupción de un Trump II.
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