La carta de Pedro Sánchez parecía el mismo rollo aburrido al que nos hemos ido acostumbrando con los años: que si colaborar con la justicia, que si intereses espurios, que si acciones legales, que si máquina del fango, que si eres un etarra y un hijo de puta. Lo de siempre. La estaba leyendo sin el mayor interés hasta que di con esa frase. La Frase. Ya saben: Y yo, no me causa rubor decirlo, soy un hombre profundamente enamorado de mi mujer...
No sé cómo se quedaron ustedes pero yo, que lo único que siento por Sánchez es un cierto alivio por tenerle de barrera frente a Guatepeor, yo, que hasta hoy ni siquiera consideraba que nuestro presi fuese un hombre atractivo, yo, que antes de leer la carta no entendía esa babilla corriendo por la comisura de los labios de Ursula von der Leyen cada vez que coincide con Pedro por Europa, yo, que soy tan bruta, tan poco romántica, tan liberada, tan patán, oh, yo. Yo acabo de entender tantas cosas... Pedro es un hombre enamorado y eso, queridas, eso cambia el curso de la historia. Porque no es solo que esté enamorado: Pedro se declara profundamente enamorado. Cómo de enamorado tiene que sentirse un hombre para escribir que lo está profundamente. Si uno pretende solo cumplir con su pareja, escribe algo más ligerito. Algo como "oigan, un respeto, que yo quiero a mi mujer"; o bien rebusca en el baúl de sus recuerdos infantiles y se marca unos versos tipo "que ni el viento la toque, ni mirarla", o simplemente dice "a mí mi mujer todavía me gusta". Pero no. El amor de Pedro por su esposa es profundo. El diccionario ofrece varias definiciones a la palabra "profundo", a cuál más perturbadora. Dice, por ejemplo, que "profundo" significa "difícil de penetrar"; también que es "lo más íntimo de una persona". ¿No lo sienten? Es el amor verdadero. Y Sánchez no se conforma con eso. Añade, por si alguna aún tenía las bragas en su sitio, que no le causa rubor decirlo. No le causa rubor decir que está pro-fun-da-men-te e-na-mo-ra-do. ¿Comprendemos el alcance del mensaje? ¿Somos capaces de adivinar lo que el presidente quiere transmitirnos?
Qué distinta, por cierto, la reacción de Ayuso al defender a su novio comisionista. Ella, lejos de hablar de amor, o siquiera de afecto o de respeto, se ha referido a Alberto González como "ciudadano anónimo". No deja de ser un anonimato curioso cuando tanto la Presidenta como la Comunidad de Madrid dedican no pocos esfuerzos a defenderle con uñas y dientes a pesar de la evidencia de sus múltiples embustes. Sea como sea, puedo asegurarles que si un día, Dios no lo quiera, tengo un novio y este se refiere a mí como "ciudadana anónima", ese mismo día al volver a casa le estarán esperando las maletas en la puerta.
Si nos ceñimos a las declaraciones de Sánchez y Ayuso sobre sus respectivas parejas, queda claro que el primero actúa desde el enamoramiento y la segunda desde el extremo contrario. ¿Qué es lo opuesto al enamoramiento? Ni idea. Existe el término "desamorar", pero no es aplicable a este caso, puesto que significa "perder el amor", y hay gente que no puede perder el amor porque jamás amó a nadie. Quizás habría que inventar un término para definir el estado mental y anímico de los ayusers, esa forma de ser y de comportarse que consiste no solo en odiar, sino en demostrar, sin ruborizarse, la profundidad de su odio.
Y no, no voy a hablar de ese juego sucio de la ultraderecha, del lawfare, de las mentiras lanzadas desde el surtidor de mierda de la galaxia PP-VOX contra Mónica Oltra, contra los políticos del Procés, contra Alberto Rodríguez, contra Ada Colau. Para cuando salga esta columna ya se habrá hablado del tema hasta el aburrimiento, y además hace lustros que paso de meterme en esos berenjenales: mis tardes se limitan a sentarme en una mecedora con un rifle sobre las rodillas y contemplar el mundo arder desde mi terraza.
El caso es que ahora le toca a Sánchez. Ay, Pedro, si te hubieras solidarizado con tu vicepresidente y con tu Ministra de Igualdad cuando eran ellos quienes recibían los palos, qué distinto sería todo, ¿verdad? Aunque eso ya da igual, no nos hagamos mala sangre.
Gobernar desde el amor tiene sus riesgos, pero desde luego es un terreno mucho más seguro que dirigir un país desde las oscuras cimas de las montañas del odio. Hablemos del amor. De la maravilla, la temeridad, el goce, el miedo, el riesgo, el cosquilleo que da saber que quien dirige el país es un hombre enamorado. Profundamente enamorado. Y que nos lo cuenta sin rubor.
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