A la izquierda del PSOE, en eso que primero fue el PCE, luego Izquierda Unida, luego Unidas Podemos, luego Sumar, viven dos lobos, y a veces prevalece uno, y otras el otro, pero nunca se matan. Son dos linajes, dos tradiciones de pensamiento de lo que debe ser la izquierda alternativa o transformadora en España. Nacieron con la Transición y fluyen hasta hoy, sucesivamente encarnados en rostros distintos, hablando en cada momento el lenguaje de la hora, pero reconociblemente continuos, constantes. Uno es el carrillismo/llamazarismo; el otro, el gerardismo/anguitismo.
En una definición apresurada y esforzadamente neutral —uno tiene su preferencia— diremos que el primero de esos dos linajes se caracteriza por una visión amable de la Transición y del régimen subsiguiente, aunque se abogue por su reforma en sentido republicano, y por la buena relación, la entente cordial, que pide tener con el PSOE. El segundo, por la censura del régimen del setenta y ocho y la confrontación con el partido socialista, entendido como pilar del mismo. Siempre presentes, siempre latentes, su pugna ha redundado en muchas ocasiones en guerra civil abierta, traducida en escisiones: el PTE-UC de Carrillo frente al PCE de Gerardo Iglesias; la Nueva Izquierda de Cristina Almeida y Diego López Garrido frente a la IU de Anguita; Podemos contra Cayo Lara, etcétera.
El PSOE ha sido en no pocas ocasiones destino final de los adeptos a la sensibilidad carrillista. En la Cataluña de los ochenta llegó a ser frecuente que el PSUC no pudiera repetir candidato de una convocatoria electoral a otra, porque el de la anterior se había ido al PSC; se decía que el partido más grande del Principat era el excomunista. Pero no siempre sucede; no siempre los llamazaristas acaban en el partido socialista. A veces se quedan, y lo mismo sucede al otro lado, cuya incomodidad redunda en ocasiones, pero no siempre, en su salida para fundar los partidos ortodoxos que Eduardo Abad estudia en A contracorriente: las disidencias ortodoxas en el comunismo español (1968-1989). De modo tal, la pugna no se termina nunca, porque siempre hay adeptos de una u otra tendencia cohabitando el espacio.
Tienen su versión buena y mala, estas sensibilidades rivales; su forma por así decir elegante, fina, digna, y la caricatura en que en no pocas ocasiones se convierten. Lo digno del llamazarismo es su vocación de utilidad; lo digno del anguitismo, su ambición. Al llamazarista no le representa ningún quebradero de cabeza formar parte de un gobierno de coalición con el partido socialista, y desde él hacer cosas —cosas que al PSOE no le resultan intolerables, pero no haría por sí solo— en lugar de quedarse en improductivo cajón de los deseos de un programa máximo incumplible. Y es bueno que se hagan cosas. Pero también es certera la crítica del mejor anguitismo de esta vocación de consejeros de Memoria Democrática, Bienestar Social o Vivienda de gobierno de coalición: no debemos quedarnos satisfechamente enclaustrados en un rincón en el cual el PSOE acaba estando muy cómodo teniéndonos.
En los tiempos en que Podemos exigía formar parte del Gobierno central y el PSOE se negaba, este columnista recuerda su sorpresa al escuchar decir a un viejo zorro de la política gijonesa, miembro del sector más felipista del socialismo local, que él abogaba por darle tres, cuatro, incluso cinco ministerios a los podemistas, y también la vicepresidencia a Pablo Iglesias: sería, decía, el abrazo del oso; Podemos se moderaría al tocar moqueta; el PSOE rentabilizaría todo lo que Podemos hiciera bien sin dejar de tener el botón nuclear de expulsar a los morados del Gobierno si lo hicieran mal. El anguitismo es, frente a esto, una saludable desconfianza y la ambición de no ser muleta, desde luego no muleta automática, sino adversario; un proyecto distinto y autónomo con vocación perpetua de sorpasso, que no excluya el pacto, pero no se conforme con migajas, y juzgue al PSOE, no por su historia, sus siglas, su color, sino por su programa contante y sonante o ni siquiera por eso, sino por sus actos, sus obras que son amores y no buenas intenciones, la realidad palmaria de su acción de gobierno.
Pero luego está la caricatura. La del llamazarismo es ese progrerío superficial y encantado de conocerse al que le basta con que se rebautice Almudena Grandes a la estación de Atocha para estar contento. La del anguitismo la hizo mejor que nadie Pablo Iglesias con aquel célebre despotrique del izquierdista gruñón y cenizo y la salsa de estrellas rojas en la que le gusta cocerse. Como señalaba Xandru Fernández en una ocasión, los adeptos a clamar contra la IU muleta del PSOE son muchas veces muleta del PSOE ellos mismos, aunque sea muleta de atizar en lugar de muleta de apoyarse. Se sigue siendo una izquierda pequeñita, con el PSOE como núcleo irradiador de su identidad.
Lo que nunca había sucedido, y ocurre ahora, es que estas dos almas se tradujeran en dos partidos del mismo tamaño; en un empate perfecto. Sumar y Podemos son en este tramo de la historia los nombres de los dos lobos, y a dentellarse uno a otro se abalanzan. El riesgo, muy real, es que no gane uno u otro, sino que pierdan los dos, convertidos además, en el fragor simplificador de toda batalla, no en el llamazarismo bueno ni en el buen anguitismo, sino en sus respectivas y peores caricaturas.
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