Contemplo con estupor el resultado de las elecciones legislativas de Francia, donde un 33,5% de los votos ha ido a parar al grupo ultraderechista de Le Pen. Mientras analizo esos números, los sitúo en el contexto de los recientes comicios europeos, los remuevo en mi cabeza como un café que estuviese demasiado caliente para ser bebido, me da por pensar en la posibilidad de que, siguiendo la estadística, un tercio de tus vecinos pueda ser nazi. Claro que las equivalencias muestran imperfecciones: no he contabilizado el abstencionismo (más bajo que en otras ocasiones), ni la segregación de la población. En algunos barrios, casi todos los vecinos serán nazis –incluso tú misma–, y en otros las tendencias partidistas se inclinarán hacia derroteros más benévolos, pero existe cierta posibilidad de acierto y, en cualquier caso, sólo ando elucubrando un escenario tan verosímil como inventado. ¿Y si...?
Lo más cercano a esa experiencia me lo proporciona haber vivido en Estados Unidos, época de la que conservo recuerdos muy lúcidos. A dos calles de la mía, un señor había decorado su fachada con carteles que elogiaban a Trump y alardeaban de poseer armas de fuego en el interior, razón por la cual jamás me atreví a sacar una foto. A pocos días del encuentro en las urnas de 2020, cuando el susodicho candidato había ya animado a sus fieles a "defender" los centros electorales, en mi zona se formó una suerte de guerrilla de hombres blancos, armados –hasta donde se sabía– con bates de béisbol, que se turnaban para amedrentar al resto con su presencia y, presuntamente, ejercer algún tipo de labor protectora del espacio público. Eran los días de los helicópteros y las patrullas policiales omnipresentes, las barricadas en arterias urbanas y los paneles de contrachapado cubriendo escaparates con el objetivo de evitar saqueos; sin embargo, más allá de la espectacularidad de algunas imágenes, se respiraba un odio irritante, como partículas de polvo en suspensión, que contaminaba las palabras y rasgaba las interacciones sin volverlas excesivamente dolorosas, apenas molestas o, en los peores momentos, cuajadas de miedo.
En las universidades, se debatía qué hacer ante situaciones de conflicto, siempre mediadas por la consideración de si el alumno X pertenecía o no a una familia adinerada, a veces donante pecuniario directo de las arcas teóricamente educativas. Una compañera se ponía nerviosísima si alguien pronunciaba la palabra "black" (negro) y cambiaba rápidamente al eufemismo "persona de color", como si reconocer la mera vida del Otro fuese a dinamitar los débiles pespuntes de la convivencia y generar una lluvia de metralla. En el metro, los cuerpos de adictos a los opiáceos se amontonaban por los rincones asemejándose a una pila de sacos terreros, sólo que esta vez respiraban frente al desdén de los demás, y uno intentaba desviar los ojos, no cruzarlos con los de cualquier ser vivo, para no despertar sospechas, ¿de qué?, poco importaba en mitad de los caudales agresivos que inundaban los vagones. Mi marido, por ejemplo, dejó de utilizar un bolso en bandolera que solía llevar al trabajo ante el temor a un posible ataque homófobo; yo casi no pisaba la calle, pues mis rasgos foráneos me delataban, y si lo hacía, hasta ponerme mascarilla –algo que agradecía: el ocultamiento mitigaba mi ansiedad– podía transformarse en motivo de choque ideológico.
Que, años más tarde, esa oleada proclive a la violencia se esté asentando fuertemente en Europa e incluso lleguemos a contemplar, otra vez, a Trump en la Casa Blanca, teniendo en cuenta que el Partido Demócrata parece haber tendido una alfombra roja a su oponente, me preocupa desde las consecuencias geopolíticas y la estadística, pero también a partir de una cotidianeidad en la que algo se fragmenta y queda así, cercenado y roto, todas las horas, y ocupa los pasillos de las bibliotecas y supermercados, y torna a cada quien culpable de una incógnita que puede materializarse en el color del cabello, la piel, el gusto por las flores o una mueca mal avenida, da igual, porque en ese tipo de ambiente los enemigos se multiplican y se definen de antemano, independientemente del cuerpo que después lo represente. Entonces, algunos optan por correr las cortinas y desarrollar una biografía lo más discreta posible, no vaya a ser que el fuego cruzado acabe agujerándole el cráneo o el cañón le apunte directamente, adoptando una especie de indiferencia precavida que ayuda a que las voces más dañinas ganen vigor. Otras personas (las menos) abandonan el búnker ataviadas, no de bates, sino de limas que sirvan para desmochar los detestables picos del desprecio y tratar de cultivar amabilidad entre las ruinas.
Pero siempre permanece un sustrato de aversión y saña, de búsqueda de la supervivencia –más si cabe en esta era individualista–, y se escucha el crujir de cristales bajos los zapatos y minúsculas detonaciones en el aire: ¿y si mi vecino es un nazi?, ¿qué grado de crueldad sería capaz de alcanzar y a raíz de qué situación: escasez de comida y agua debido a la crisis climática, encontronazo fortuito con un inmigrante, apreturas económicas cuya causa estructural no logra identificar? Si tu vecino es un nazi, no le vas a pedir sal, un huevo, una patata en caso de necesidad; su rostro te infundirá el respeto con que se nombra el pavor; la primera consecuencia será una distancia insalvable, mucho antes que la cercanía de la confrontación, aunque ambas terminen por simultanearse. Quizá, para no verlo, nos arranquemos los ojos, pero entonces ya habremos cruzado un umbral difícil de revertir, pues seremos irremediablemente ciegos, tal vez mudos, y ahí nos resultará imposible diferenciarnos del resto: el proceso totalizante habrá despegado para no aterrizar de nuevo en el suelo.
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