Ninguna sociedad podría sobrevivir, incluso por poco tiempo, sin poseer una economía, sea ésta de un tipo o de otro. Pero hasta nuestra época, ninguna economía de las que han existido estuvo, ni siquiera por asomo, bajo la dependencia del mercado.
Karl Polanyi – La Gran Transformación, 1944.
Una fiebre especulativa recorre las ciudades. Miles de anuncios inundan periódicos, calles, portales, buzones y parabrisas de los coches: "Compro piso al contado, no importa estado". "Se busca piso en el barrio, urge". "Se busca piso para inversores chinos". "Valoraciones gratuitas, gestionamos herencias". "Compro locales vacíos para inversión". "Pagaremos una comisión de 200 € si nos informa de alguna vivienda en venta en su edificio."
En redes sociales proliferan consejos para dar los primeros pasos en el mundo de la especulación donde se prometen plusvalías muy superiores al resto de emprendimientos de tipo industrial o de servicios. Cualquiera puede sentirse un tiburón de las finanzas aunque sea especulando con plazas de garaje que, quién sabe, quizás en el futuro se puedan cambiar de uso y servir como habitaciones para alquilar.
Las agencias inmobiliarias, cuya función se supone que es intermediar en transacciones, están sufriendo su propia reconversión industrial para ser ellas mismas las que ahora también compran y alquilan, jugando a pequeños traficantes de pisos o "brokers". Además, su actividad tradicional como interfaz entre oferta y demanda está abandonando toda neutralidad. Muchas inmobiliarias animan a los propietarios a aplicar subidas de renta y desahuciar a inquilinos poco solventes, al mismo tiempo que utilizan trucos para burlar la prohibición de cobro de comisiones al inquilino. Según un reciente estudio de La Hidra, las personas que viven de alquiler afirman sufrir el doble de conflictos con su casero cuándo entre medias aparece una agencia inmobiliaria. Se sabe que Idealista utiliza un algoritmo que no permite publicar ofertas con precios demasiado bajos. Su algoritmo, en cambio, sí permite que se anuncien zulos insalubres de menos de 40 metros a precios desorbitados.
La nueva economía de plataformas se cruza con la inversión inmobiliaria y aparece un monstruo rentista que devora viviendas para producir "activos" ("assets"). En ese ciclo se va sustituyendo la ciudad y el barrio por su versión fantasmagórica, es decir, el barrio y la ciudad fantasma, donde no hay habitantes.
La vivienda fuera del mercado (de la vivienda)
A partir de 2008 se aceleró un profundo cambio en las prácticas del capitalismo desde la empresa o corporación productiva hacia el inversor. El sistema prima hoy la "empresa de inversión" como modelo a seguir por las formas capitalistas en la economía mundial, proceso también llamado financiarización. Así lo relataba Rubén Yuste en La Nueva Clase Dominante (Arpa, 2020): "el gestor de activos, arquitecto de la compraventa de empresas y propietario subsidiario, se convierte en el principal pilar y sostén del sistema económico por su capacidad de influencia y generación de plusvalía para un conjunto amplio de actores".
Junto a la especulación, digamos, clásica, la de toda la vida, el nuevo emprendimiento inmobiliario se dirige a sacar a las viviendas del mercado de la vivienda, es decir, a despojarlas de su función como hogar y a colocarlas en el mercado de las "no viviendas", donde serán explotadas como alojamiento temporal, apartamento turístico, alquiler a estudiantes, alguna fórmula de flex living para nómadas digitales (flex aquí quiere decir "sin ley"), co-living o cualquier otra opción de subarriendo con estancia temporal que ofrezca toda la seguridad jurídica al inversor y ninguna a sus huéspedes.
No es de extrañar que la compra de pisos al contado, sin hipoteca, esté disparada como reflejo de una nueva clase rentista que emerge al calor de la subida de precios y la demanda inagotable de alquileres estacionales, turísticos y, ahora también, de habitaciones sin contrato para sectores sociales precarios. Sin complejos éticos o morales, se nos propone un desorden social donde la explotación inmobiliaria sin límites, el rentismo ampliado, es una actividad legítima y distintiva del nuevo homo economicus.
En el sector de la abogacía somos testigos del auge de cursos de formación jurídica inmobiliaria en los que se instruye abiertamente en el camino más rápido para huir de la Ley de Arrendamientos Urbanos y conducir a "clientes e inversores" a escenarios más flexibles donde prime la libertad de pactos sobre la asfixiante normativa estatal. En el influyente y conservador mundo del Derecho ocurre a menudo una especie de proyección freudiana de sus propios demonios, de tal manera que los despachos que asesoran al nuevo rentismo dibujan a sus clientes como personas a las puertas de la exclusión y a los inquilinos como rentistas que viven de sus caseros.
En ciudades como Madrid o Málaga, los políticos de mercado llaman a secundar la nueva economía especulativa y defienden el mantra de atraer inversores y atraer turistas (ya ni siquiera atraer industria) mientras se oponen a cualquier regulación del alquiler, que rápidamente es tachada como contraria a la libertad. Ladrillo y turismo, como en los mejores tiempos del desarrollismo, pero ahora multiplicado por 100 y extensible a todo el territorio disponible, islas incluidas. En este escenario avanza el Gran Acaparamiento, la competición a mordiscos por lugares que rentar. El antiguo rentismo de nobles y terratenientes, que vivían del trabajo ajeno sin dar un palo al agua en los siglos XVI y XVII y que fue combatido precisamente por revueltas gestadas en los núcleos urbanos, regresa vestido de inversor perspicaz como si quisiera vengarse de las viejas reformas que lo combatieron destruyendo los nidos de la resistencia, las ciudades habitadas.
La corrosión de la ciudad
Sin ser algo completamente nuevo, sino más bien una aceleración de procesos iniciados hace décadas, los efectos más dañinos de la fiebre especulativa empiezan a manifestar toda su crudeza. Estamos ante una ola de destrucción de los espacios comunes que suponen por sí mismas las ciudades. Lo que se ha llamado "modelo Donut" (Jorge Dioni), -centro turistificado y expulsión de vecinos al extrarradio-, depreda círculos cada vez más grandes del mapa cívico (el donut es cada vez más delgado) sustituyendo la vida comunitaria por el turismo globalizado. Los vuelos low-cost han facilitado la popularización de la "escapada" de fin de semana a cualquier ciudad del planeta. Precisamente, el turismo de corta estancia como huida ante la ansiedad que produce la propia vida en la ciudad mercantilizada es un ejemplo de la dinámica desquiciada en que vivimos.
El mercado inmobiliario conspira a todas horas contra la ciudad. Una manifestación reciente es la marcha de residentes de las viviendas alrededor del estadio Bernabéu, al comprobar que su barrio ha dejado de serlo y se ha convertido en una "fan-zone" para todo tipo de eventos. El verdadero "gran reemplazo", como dice Iñigo Domínguez, está ocurriendo ahora mismo en cada esquina de nuestras ciudades. La expulsión forzada lamina las redes vecinales, los lazos comunitarios, el sentido de pertenencia y nos desarticula como sociedad. En áreas residenciales de manzanas cuya vida comunitaria se hace hacia dentro o en viviendas unifamiliares, con escaso contacto con otros residentes, con la pantalla del smartphone como principal ventana al mundo y dependientes del coche para la movilidad, ¿qué tipo de vínculo social y político va a surgir a medio plazo? Es evidente que cada vivienda desalojada en el casco urbano significa una nueva posición perdida en la guerra inmobiliario vs. ciudad, o si se quiere, una pérdida irreparable de la biodiversidad de cualquier barrio con su historia, conflictos, afinidades y vecindades.
El Gobierno PSOE-Sumar a duras penas se opone a la espiral neo-rentista y más bien parece no entender nada de lo que está pasando. Que a estas alturas no se haya prohibido la adquisición de vivienda por fondos extranjeros, que no se haya reconvertido SAREB en una agencia social de vivienda en alquiler, que no se haya declarado la emergencia de los centros urbanos y las islas con facultades expropiatorias o que no se haya aplicado una congelación general de alquileres en todo el Estado, con prohibición real de desahucios, revela un pulso gubernamental alejado de la calle y objetivamente inútil ante la ola especuladora que nos está devorando. ¿Cómo es posible que la cuestión de los pisos turísticos no se haya atajado y, en su lugar, se haya derivado a un "grupo de trabajo" sin objetivos claros? ¿Cómo no se ilegalizan las sociedades paramilitares de desocupación que se dedican al terrorismo inmobiliario? ¿Cómo siguen sin devolver el suministro y dar contratos de luz a las vecinas de Cañada Real tras tres años de corte, cuando ya es evidente que lo que se pretende es un desalojo forzoso colectivo para la mejor expansión de los desarrollos del sureste de Madrid?
Ya no sirve la excusa de "las competencias limitadas" o que algunas comunidades autónomas son intocables. La política es mucho más que la burocracia y la potencia de cambio está en ampliar los límites de lo posible. Un ejemplo: si se le prestara la suficiente atención, con algunos datos se podría conocer el efecto real de operaciones especulativas en determinadas zonas residenciales. El Código Penal tipifica como delito la detracción de bienes de primera necesidad para alterar el mercado como es la vivienda. Háganselo mirar.
Democracia urbana en movimiento
Y sin embargo, la verdadera esperanza democrática despunta en las denuncias vecinales, en las campañas contra los desahucios, en la organización popular de colectivos, PAHs y sindicatos urbanos. En la ruta reivindicativa por el barrio de Puerta del Ángel de Madrid, convocada por el Sindicato de Inquilinas el pasado mes de abril, unas trescientas personas señalamos varios bloques de viviendas que ya están fuera del mercado de la vivienda y son propiedad del fondo buitre Madlyn, cuyas inversiones carcomen el barrio. La marcha tenía un carácter intergeneracional y territorializado, trenzando alianzas frente el enemigo común: la destrucción del hábitat urbano compartido.
Quienes hemos participado en el ciclo de lucha por la vivienda de la pasada década tenemos algunas pequeñas victorias que contar pero, sobre todo, tenemos mucho que aprender de un nuevo sentido de resistencia que relaciona más conscientemente dimensiones como los desahucios, el urbanismo, el consumo, la movilidad, la igualdad, la no discriminación, el feminismo, el acceso a la vivienda, los derechos sociales, la ecojusticia, la participación o ese tan disputado derecho a la ciudad. ¡Fuera especuladores de nuestros barrios! Un grito en el que van confluyendo vecinas y vecinos de diferentes culturas y tendencias políticas que, a pesar de todo, quieren seguir juntas, pertenecer a un vecindario, sentirse parte de un común que perciben que les están robando. Un nuevo ciclo ya ha comenzado.
Desde hace siglos las ciudades han sido epicentro de la revuelta contra la tiranía, suelo fértil para episodios transformadores y expansión de derechos. Las ciudades han sido aliadas de las mejores corrientes revolucionarias y democráticas. Por eso, desde un punto de vista político, la pérdida de centralidades urbanas como lugares de socialización, conflicto y relación entre diferentes, nos lleva a la fragmentación, la polarización anti-social y el auge de populismos. La democracia necesita a la ciudad y a sus habitantes rebeldes para poder prosperar y, a la inversa, los habitantes de la ciudad necesitan a la democracia para sobrevivir al monstruo "inmobiliario".
Cada piso que defendemos, cada familia que se queda, cada abuso que se frena representa una barricada en la lucha que libra, calle a calle, la democracia contra el mercado. Estamos ante una enorme amenaza y ante una enorme oportunidad.
Comentarios
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