Otras miradas

Lo que la corrupción esconde

Javier Franzé

Profesor Teoría Política, Universidad Complutense de Madrid

Javier Franzé
Profesor Teoría Política, Universidad Complutense de Madrid

La definitiva visibilidad del "caso Lezo" confirma a la corrupción como tema preferido por la oposición para confrontar con el gobierno. Este uso puede resultar atractivo en lo inmediato, pero quizá no muy productivo a futuro. De hecho, no ha sido decisivo para la pérdida de votos del Partido Popular. No se trata sólo de su impacto electoral, sino de su valor como diagnóstico.

La vinculación entre recortes y corrupción es sencilla, diáfana y aparentemente eficaz, pero para un proyecto transformador no deja de ser superficial, en tanto mantiene intacto el problema de fondo: el proyecto neoliberal en curso.

Los recortes no se deben a la corrupción. El dinero que se sustrae de las arcas públicas no provoca un agujero que sea necesario paliar con recortes. O mejor, los llamados recortes no se deben a tal agujero, sino a la voluntad política de los que más tienen de no pagar impuestos y así seguir concentrando riqueza en desmedro de los sectores populares.

Es evidente que la corrupción daña el bienestar y la igualdad sociales. El dinero público sustraído significa —entre otras cosas— menos hospitales, escuelas, medicamentos, infraestructuras y seguros de desempleo. Las concesiones a cambio de sobornos traen prestaciones de mala calidad. Además, destruyen el mérito como criterio de adjudicación y sustraen capital de la inversión productiva. La corrupción altera todos los parámetros de la vida colectiva: desde la selección de personal hasta las prioridades de política pública, pasando por el respeto a los procedimientos administrativos y la ética de la política.

La debilidad de la corrupción como eje de confrontación radica en que enfatiza el abuso de poder político y no necesariamente la ruptura del contrato social en términos de desigualdad. El combate contra la corrupción no implica per se la reconstrucción de una sociedad igualitaria y democrática. Al enfocar el problema como resultado de "mayorías absolutas", la crítica de la corrupción puede incluso volverse compatible con la comprensión de la democracia como competencia entre élites tecnocráticas, liberadas de la "partidocracia" y alejadas del gobierno de la mayoría. Es decir, desvinculada de la primacía de la soberanía popular respecto del capital y "los mercados".

No se trata de elegir entre corrupción y neoliberalismo, sino de señalar la causa central de la corrosión de la igualdad social desde la "crisis" de 2008. Esto es especialmente relevante en España, donde el proyecto neoliberal es —como tantas otras cosas— implícito, mudo, vergonzante. No hay un discurso explícitamente thatcherista, que por ejemplo señale a sindicalistas o usuarios del Estado de Bienestar como "parásitos sociales". Más aún, hasta la propia Esperanza Aguirre —la más thatcherista— defiende su gobierno de Madrid por haber construido hospitales y escuelas. Los recortes y las reformas laborales se justifican públicamente en nombre de la preservación del Estado de Bienestar.

Contra toda tentación de ver en la corrupción el enésimo factor de desenmascaramiento de las clases hegemónicas, la izquierda debería tomar nota  de que la derecha —por paradójico que parezca— ha sido la que mayor rédito ha sacado de la "lucha contra la corrupción". El auge de outsiders, la despolitización tecnocrática, el señalamiento del (político) corrupto pero no del (empresario) corruptor y la judicialización de la vida política, además de la continuidad del Partido Popular en el gobierno, así lo atestiguan.

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