Curtis Yarvin, un bloguero estadounidense de extrema derecha, oriundo de Nueva York pero afincado en San Francisco, llegó a decir en una ocasión que la "gente improductiva" debería ser convertida en biodiésel. Siempre ha habido gente sórdida soñando el sueño de un régimen crudamente homicida.
El problema es cuando no habitan recónditas catacumbas, sino el borde de la ventana de Overton. Yarvin es una de las influencias intelectuales de J. D. Vance, el que será vicepresidente de Estados Unidos si —no lo quieran los dioses— Donald Trump resulta vencedor en las elecciones de noviembre. Un hombre —y hablamos ya de Vance— partidario de la llamada "vigilancia menstrual" para detectar posibles casos de aborto ilegal en un país que, si de él depende, prohibirá la interrupción voluntaria del embarazo incluso en los supuestos de incesto, violación o riesgo vital. Lo de la gente convertida en biodiésel se ha vuelto un riesgo real en este tiempo demente de avernos que se agrietan, y sueltan viejos demonios encerrados por los descuidados requiebros.
Ocurrió y puede volver a ocurrir. Hace un siglo se levantaron regímenes que convertían a seres humanos en pastillas de jabón y lingotes de oro. Para derrotarlos, hubo que organizar la más formidable alianza que han conocido los siglos: Stalin y Churchill, anarquistas españoles y monárquicos griegos, Gueorgui Dimitrov y Maximiliano Kolbe. Al lado de vernos hechos jabón o biodiésel, conservar la vida no parece un mal menor. En momentos como este no se escoge entre el mal menor y el mayor, sino entre la posibilidad de que siga habiendo bienes —mayores, menores o mediopensionistas— o deje de haber nada en absoluto.
El mundo empieza a saber a azafrán de Marte, preciosa expresión que el DRAE recoge como sinónimo de herrumbre, de óxido. Se oxida una era y nuestra ufana negligencia nos hace no vacunarnos del tétanos que esa herrumbre civilizatoria puede inocularnos. El mundo asiste ya a los peores estallidos de un mal absoluto, de una malignidad sin non plus ultra.
En Gaza, los soldados israelíes hacen cosas como asaltar una casa y azuzar a unos perros para que ataquen a Muhammed, un joven palestino con síndrome de Down y autismo, a quien, a pesar de las súplicas de su familia, encierran en una habitación, donde muere desangrado mientras trata de calmar a los canes, diciéndoles "ya basta, amor, ya basta". Todo esto lo hace, no una satrapía antediluviana, sino un Estado que blasona de desarrollado, de democrático, de civilizado; más aún: de punta de lanza de la civilización.
"Los profesores son el enemigo", dice Vance, y prolonga al decirlo un hilo negro que lo conecta con José Millán-Astray y su "muera la inteligencia, viva la muerte" aquel aciago día en el paraninfo de la Universidad de Salamanca. Vive la muerte; quieren que vivan los Vance y los Netanyahu, novios suyos, legionarios del terror. Tienen las tres cosas que hay que tener para ganar una guerra, según la célebre formulación de Napoleón Bonaparte: dinero, dinero y dinero. Y ante ellos debe alzarse una coalición sin excepciones de todos aquellos en quienes aliente aún la más remota brizna de apego a la vida.
Ya no estamos en la posmodernidad como ya no estamos en el neoliberalismo. Estamos en lo siguiente, por más que haya gente que la pantomima recreacionista de Good bye, Lenin! se la haga a sí misma, empeñándose en seguir viviendo en un mundo fenecido o irrevocablemente moribundo, negándose a darse cuenta de que nos hallamos en medio de un apocalipsis civilizatorio, y a actuar en desesperada consecuencia. Estamos, sí, en lo siguiente, y lo siguiente es esto que dice el siempre imprescindible, certero siempre, Jónatham F. Moriche: "Este mundo en hecatombe que vivimos durará y empeorará por décadas o generaciones. La tarea que la historia puso en nuestros hombros es salvar un puñado de mínimos civilizatorios hasta llegar al otro lado de esta espantosa travesía infernal —y ni siquiera conseguir eso es seguro".
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