"Si un hombre tiene ventajas genéticas, es un dios. Si una mujer tiene ventajas genéticas, es un hombre". La médico mexicana Jennifer Noriega —leemos atribuirle a ella esta observación en Internet— resume así de lapidariamente el machismo sutil que habita en el pánico terf, que estos días atraviesa su última iteración en torno al caso de la boxeadora argelina Imane Khelif. Esta deportista es, ni siquiera transexual, sino intersexual, esto es, nacida con genitales femeninos, pero cromosomas XY. Es muy inusual, pero a veces ocurre, y también al contrario: cromosomas XX, y pene. La naturaleza, la realidad, son así de complejas: no tienden cercamientos, no fabrican compartimentos estancos, no trazan fronteras y las surmontan de concertinas, pasan olímpicamente de nuestras categorías binarias y lo que forman es espectros, flujos, gradaciones. Gris es la teoría y verde el árbol de la vida, decía el Mefistófeles de Goethe.
El atleta olímpico más laureado de la historia tenía muchas más ventajas genéticas que Khelif. Michael Phelps obtuvo sus veintiocho medallas impulsado por su envergadura desproporcionada, su capacidad pulmonar dos veces mayor que la de un humano promedio, su producción de la mitad del ácido láctico de un atleta típico. El síndrome de Marfan, una enfermedad rara que afecta al tejido conjuntivo del organismo —a su pegamento, por así decir; lo mismo a sus pulmones, que a los ojos, el corazón, los vasos sanguíneos y el esqueleto—, le confirió dolicostenomelia (un alargamiento desusado de las extremidades y el tronco del cuerpo) y dedos de las manos también más largos, condición que recibe el nombre de aracnodactilia, que podría ser el de uno de los superpoderes de Spiderman. La cuestión surge a partir de una anomalía en el cromosoma 15 y la padece una de cada cincuenta mil personas, muchas menos que las intersexuales, que se estima que son una de cada cinco mil quinientas. Pero Phelps, faltaría más, nunca fue descalificado por este privilegio de nacimiento que significó arruinar las posibilidades de medalla de oro olímpica de una generación entera de nadadores. Privilegio relativo este, por otra parte, pues, aunque lo terminó siendo bajo el signo de los aros olímpicos, no lo fue en absoluto para el joven Phelps, que sufría bullying en el colegio debido a su aspecto de personaje de El Greco, pintor del que se teoriza que retrataba hombres alargados debido a su propio padecimiento del síndrome de Marfan. Phelps se olvidaba de sus acosadores en el agua de la misma manera que Khelif olvidaba a los suyos en el ring.
El deporte, al lado de todas sus miserias, tiene algunas virtudes, y una es esa acogida generosa a la diversidad de los cuerpos. Lo expresa así la lanzadora de peso gallega Belén Toimil, que también sufrió bullying en la adolescencia: "[En el deporte] encontré mi sitio, mi espacio. En el deporte, en el atletismo, siempre hay un hueco para todo el mundo, independientemente del cuerpo que tengas. Ves a un saltador de altura y a un lanzador de peso, y lo mismo con chicas, y tienen cuerpos distintos; pero los dos hacen deporte. Y es muy agradable saber que tienes tu sitio, tu espacio". Así es, pero, como todo, lo es más para los hombres que para las mujeres. Phelps encontró su sitio —y ese sitio era la hornacina de un dios— y nadie se lo quitó después de que lo encontrara; a Khelif sí quieren quitarle el suyo gentes odiantes y odiosas para las cuales la mujer no solo debe serlo, sino parecerlo, y cuya furia no se abate solo contra los y las trans —lo que ya sería terrible—, sino también contra cis que no cumplen un canon de mujer femenina y débil, necesitada de protección. Para ellos y ellas, Khelif no es una diosa, sino un hombre, a pesar de sus genitales, su crianza, las leyes no precisamente woke de su país y su voluntad. Y qué desagradable es que esta gente raruna con alma de sexador de pollos nos acabe obligando a pensar en los genitales de los demás, a discutir sobre ellos, a cruzarnos en el timeline de las redes sociales sus sórdidos zooms de entrepiernas de gimnastas en la retransmisión de Teledeporte, en obsesiva pesquisa de geómetras del manubrio y frenólogos del parrús de si aquello abulta más de la cuenta.
Ha empezado a popularizarse, por esos andurriales ideológicos, un nuevo ademán consistente en alzar y unir los brazos para esbozar la equis del cromosoma totémico. Orgullo genético; las hélices del ADN como hábitat del ser, inelegible e inexcusable. La historia nos enseña qué alforjas hacen falta para ese viaje.
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