Ver las olimpiadas es ver muchas veces, prueba a prueba, el gusto que da ganar, la satisfacción y la alegría inconmensurables que proporcionan demostrarse a uno mismo que tenía razón, que el esfuerzo valía la pena, que es mejor que otros. Probablemente muchos solo las vemos por eso. Para ver ganar y ganar y ganar. El atletismo y la mayoría de los deportes olímpicos tienen mucha menos audiencia cuando no se concentran las victorias en el mes de descansar, en el mes de detener el tiempo.
Con tanto perder es normal que nos guste ver ganar y, siendo así de gustoso por una prueba deportiva y con el tiempo detenido, se puede hasta pensar en otras formas de ganar que celebramos poco. Por ejemplo, la victoria humana de esta semana nos la han proporcionado los menores no acompañados.
En 2021 se flexibilizaron los requisitos para que miles de jóvenes que emigraron sin familia a España –los mal llamados menas– pudieran conseguir papeles y, con ellos, la oportunidad de encontrar aquí trabajo y una buena vida. Ahora resulta, solo tres años después, que seis de cada diez ya trabajan, el doble de la tasa de ocupación juvenil en España.
Esas modificaciones cruciales en el Reglamento de Extranjería se hicieron después de la brutal campaña de Vox contra estos menores durante las elecciones municipales del 4 de mayo de ese año, cuya fotografía ilustra este artículo. Quizá les debemos el cambio. Si los ultras sirvieran para señalar las fisuras del sistema y para que se arreglen, aunque solo sea por evitar que ellos se cuelen por ellas, servirían para algo. Así que gracias y un par de preguntas: ¿No es ganaros a nivel estratosférico cómo ha cambiado la vida de los menores no acompañados tutelados desde que se les dio permiso de trabajo? ¿No es una victoria del carajo que estén demostrando que devuelven con creces lo invertido en ellos, que trabajan más que el resto?
De un plumazo, en noviembre del 21, se acabaron las esperas sine die para solicitar las autorizaciones de residencia y los permisos de trabajo y empezaron las facilidades para la obtención y renovación de esos permisos para los que cumplían 18 años, a los que antes se les exigía una absurda demostración de independencia económica para poder obtener los papeles que les posibilitaran un empleo. Es decir, se acabó con la incongruencia y el despilfarro de un sistema que invertía durante años en la acogida y educación de miles de niños para luego abandonarlos, poniéndolos en la calle de un día para otro, en brazos de la exclusión y de la marginalidad el día de su décimo octavo cumpleaños.
Los últimos datos, a 31 de diciembre, dicen que hay 15.045 jóvenes de entre 16 y 23 años, tutelados o extutelados, con una autorización de residencia que les permite trabajar. Casi el 70% son marroquíes, seguidos por gambianos, argelinos y senegaleses. De ellos el 60% está dado de alta en la Seguridad Social, mientras que la tasa de actividad en España entre los jóvenes de 16 a 24 años es del 36%, según la Encuesta de Población Activa.
Durante la pandemia, en 2020, se facilitaron papeles a los menores tutelados y a otros sin papeles para que fueran a trabajar al campo cuando nadie quería hacerlo. Supongo que su respuesta de trabajo bien hecho, en circunstancias tan adversas, jugándose la salud, también influyó en que el Ministerio de Migraciones decidiera abrirles las puertas más allá del campo, dejando de destinarlos al sinhogarismo. Muchos reportajes entonces contaron cómo les abandonábamos al borde de la desesperación que puede empujar al suicidio –como ocurrió– o al delito –como también–, dándoles la razón a los que no la tienen y creen más en la desconfianza y el miedo que en la empatía.
El reciente reportaje de El País con un buen puñado de sus historias, solo tres años después, es pura victoria. Vienen a buscarse la vida como gente honrada y este país por muchos motivos (baja natalidad, puestos de trabajo sin cubrir, desidias y dolores de país rico) les necesita.
Trabajan en la construcción, en la hostelería, estudian, alquilan y compran casas, se casan, se sacan el carnet de conducir, visitan a sus familias, disfrutan, cotizan.
Las ONGs que los ayudan denuncian que hay comunidades autónomas que no los apoyan en su transición a la vida adulta y también que en la sociedad civil los prejuicios, alimentados por los partidos políticos de derechas, siguen criminalizando a este colectivo que solo encuentra trabajo cuando alguien apuesta más por las personas que por el temor.
Resulta enormemente victorioso pensar que el programa Empleo Conciencia de la Fundación Raíces, que lleva más de veinte años apoyando a niños que emigran solos, ha puesto a trabajar a decenas de jóvenes en restaurantes de lujo como ayuda en su transición a la emancipación. Deberían pensarlo más los que comen en esos locales, deberíamos pensarlo y celebrarlo más todos.
Sus historias de valentía, de coraje, de sacrificio son tan admirables como dignas de adopción. Nos dignifican, nos agrandan el alma, suponiendo que la haya y que los países la tengan. Sin duda ensanchan nuestra cultura.
Así que, viéndoles las caras de ilusión en el periódico, guardando sus relatos y sus fotos en un rincón elegido de la memoria, imaginando los de los que los arropan y los acompañan, mientras de fondo siguen los juegos y siguen las victorias, nos he puesto en el pódium de la vida. Teníamos razón: la bondad, el trabajo, la conciencia no tienen nacionalidad, ni raza. Las personas, vengan de donde vengan, siempre mejoran cuando se las cuida. No se puede creer en salvar más a unos niños que a otros sin ser cruel, inhumano y racista. Ser humano es mejor que lo que ellos creen y la mayoría lo somos. Vamos ganando.
Comentarios
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