Melquíades Velarde Romero es el guarda del Acebuchal. Finca de unas 2.000 hectáreas de los Montes de Toledo, aunque pertenezca a la provincia de Ciudad Real. Alcornocales de tronco naranja recién descorchados, plateadas, silentes encinas; quejigos cargados de líquenes y leñosos madroños flanqueando las pedrizas y un mar de brezos y jaras oleando al viento de las rañas. Es un hombre menudo, de pocas carnes, pero tan recio y fibroso que se diría tiene los músculos de hierro. Y aunque ya ronda los cincuenta, todavía anda mozo y, de no obrar milagro, de aquí a nada, será un mozo viejo. Un guarda solterón, de buenas hechuras y garbosos andares, mosquetón al hombro y patilla larga, sin novia a la que seducir, pues a estas alturas ya tiene asumido que su única novia –sí o sí– va a ser la sierra.
El nombre le viene de su padre y de su abuelo, como le viene el oficio, sus únicas herencias, pues guardas de la misma finca fueron Melquíades padre y Melquíades abuelo. Cierto es, con tales antecedentes, que le nacieron los dientes por estas riscaleras, corriendo detrás de las reses, siguiendo la pista del cochino que erró el señorito o azuzando a los perros –ese cruce de mastín y podenco– de su recova. Para la próxima berrea, me cuenta, harán treinta años que estoy a sueldo, que antes trabajaba por la propina. Pero fue fallecer mi padre cuando el dueño, con el cuerpo aún caliente de mi difunto, me dijo: –Melquíades, muchacho, hazte con la bandolera y el sombrero de tu padre que ya te toca el relevo.
Aunque tiene casa, apenas si pisa el pueblo. O lo pisa en secreto, a escondidas y a oscuras, pues si se anda de bares y de callejeo, los furtivos saben que la finca tiene libre el acceso y pueden sisarle alguna cierva. Por eso prefiere dormir en la casilla de la finca, abstraído en sus pensamientos ante el crepitar hipnótico y multicolor del fuego, o, si hace bueno, olisqueando el viento que barrunta la borrasca y contemplando la luna que guarda todos los secretos.
Como el de su preocupación por la última conversación que ha mantenido con don Carlos, el joven dueño. Siempre los ha nombrado así: los dueños. En plural, y respondiendo a una suerte de paralelismo de lacerantes latitudes con los Melquíades: don Carlos padre, don Carlos hijo y don Carlos abuelo. Es lo que hay en esta sierra atávica, donde nada cambia, por mucho que corran los tiempos modernos. Si le llaman al teléfono móvil que le dieron hace unos años para avisarle de que irán el sábado o el domingo, la pantalla del aparato se ilumina y parpadea insistentemente: "LOS DUEÑOS - LOS DUEÑOS - LOS DUEÑOS".
Le avisan para que tenga preparado el cebadero de los jabalíes y poder hacer una espera a la luna llena, para que tenga avistado el venao grande de la berrea o dispuesto el aguadero de los corzos. También para que guise unas patatas o unas habichuelas, que en el arte del puchero es un maestro, y estos ricos no sé qué gusto tienen que les encantan las comidas de los pobres. Pero verdad es que nunca han sido muy latosos y que le han dejado hacer su faena. Cuando llegan las monterías se ponen algo nerviosos, que si las posturas de las traviesas, que si se hace aquí o allá la suelta de los perros, que si están dispuestas las migas, las caballerías, que si está garantizado el puesto de don Alberto. Incluso, si por su capricho fuera, si se puede alejar la lluvia o la ventisca que anuncia el hombre del tiempo. Se dedican a la cosa de la banca y, los últimos años, le metieron mano al ladrillo, a las clínicas y a las residencias de viejos. En esa época venían poco por la finca, que siempre andaban de safari, de esquí o de crucero, vueltas y más vueltas por el mundo entero. Preferentemente a Suiza. A esquiar a las montañas suizas, donde por lo visto tienen un chalé. O eso imagina Melquiades que debe de ser lo que los dueños, en sus pláticas, llaman villa.
A Melquíades Velarde Romero le recome un pensamiento tras la conversación con su dueño, como si se le hubiera metido un gusano dentro del cerebro. Y se ve igual que un animal en extinción, un lobo rabioso y solitario, sin camada ni descendencia, con la vida entregada a estas sierras y a sus dueños, y ahora desperdiciada, tirada al muladar del tiempo. Don Carlos le ha dicho que las cosas van mal, que ya se ha pasado lo bueno, que hemos estado viviendo por encima de nuestras posibilidades y que no puede seguir pagándole los 1.300 euros de sueldo. Que se le ha ofrecido una pareja de recién casados, la mujer para atender la casa y el hombre la guardería, por 950 euros limpios. Y tiene que elegir entre irse al paro, sin apenas indemnización por no sé qué cosa rara de un ERTE o de un ERE, o su ofrecimiento. Que no hay vuelta de hoja, ni sentimentalismos, ni leches: o lo tomas o lo dejas.
Por eso, el gusano del pensamiento que rumia y rumia sin cesar en su cabeza, no le deja dormir desde hace unos días. A la noche le llamará don Carlos, su dueño, y tendrá que darle contestación. ¿Dónde irá con sus cincuenta años que le traerá el invierno? ¿Qué trabajo va a encontrar cuando se le acabe el desempleo? ¿Adónde acudir si le arrancan de cuajo el alma de sus Acebuches?
Por eso, cuando a la caída de la tarde ha sonado el teléfono de los DUEÑOS, Melquíades Velarde Romero no acertaba a pronunciar palabra. A don Carlos se le oía muy lejos y su voz se perdía en un horizonte de sonidos eléctricos. Don Carlos le ha dicho que apure y le dé razón, que no dispone de mucho tiempo. Que hay mala cobertura porque están en un velero por no sé qué islas del otro lao del mundo. Malvinas, Maldivas o quizás Malasvidas.
Con las mismas, Melquíades Velarde Romero ha mirado a la luna, ha acariciado su viejo mosquetón y ha tirado el móvil al fuego.
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