A comienzos de este verano hubo una invasión de polillas gigantes en la ciudad. "Son inofensivas", aseguraron entonces las autoridades sanitarias consultadas. Enseguida imaginé que la novela (gigante) titulada Polilla, de la periodista Alba Muñoz, uno de los debuts más jugosos y sustanciosos de esta temporada editorial, también se convertía en plaga. De lectura. En librerías, bibliotecas y mesillas. Que su incomodidad, como la de sus homónimos insectos, se nos colaba por las rendijas del cuerpo. Necesitamos literatura incómoda para seguir cuestionándonos.
En la novela, crónica de un reportaje frustrado sobre la onda expansiva de la Guerra de los Balcanes incrustada en el cuerpo de las mujeres, también hay un viaje en la memoria personal de la autora. Hacia dentro y hacia atrás. Alba narra cómo deshizo el malentendido en torno al apelativo cariñoso que le puso su padre de pequeña, que no es otro que el que da título a la novela. Durante años, ella confundió polilla con Campanilla, el hadita irresistible de Peter Pan, nada que ver, ciertamente, con ese bicho persistente y peludo que no se conforma mientras choca una y otra vez contra las bombillas. La voz narrativa de Alba rebota insistentemente contra dos luces que la atraen y la repelen: por un lado, la imposibilidad de reportear sobre la trata de mujeres en la Bosnia de la postpostguerra balcánica y, por otro, la disección del deseo –nuestro deseo, porque al hacerle la autopsia lo convierte en compartido– de una mujer criada al calor de la disciplina del terror sexual –la microfísica que tan certeramente nos mostró Nerea Barjola en su ensayo–, y que madura en plena era del #MeToo y su también onda expansiva. Y la rima se hace sola.
Nuestro deseo está cuajado de ambivalencia y contradicciones en este momento. Y cito a Alba: "después de la furia purificadora del #MeToo y del ensalzamiento y explotación del trauma y la figura de la víctima por parte de la industria, necesitamos palparnos, pensar". Qué bonita manera de impugnar la tendencia que busca y fuerza historias protagonizadas y contadas por mujeres exclusivamente en su calidad de víctimas. Pero nunca seremos solo víctimas si conseguimos agenciarnos nuestro relato. Si conseguimos ser sujetos aunque sea para tomar conciencia y acta de nuestra subalternidad. En Polilla acompañamos un viaje a nuestra guerra de la puerta de al lado y a otro muestrario de violencias conocidas, soportadas e infringidas: desde daddy issues hasta amores que intoxican. Justo el día que escribo esta columna me llega la última entrega de su newsletter Contorno labial, donde la autora comparte Contorsión, un texto del que he sacado la cita anterior. Amplío: "Porque hemos sido históricamente violentadas, pero también reprimidas, y en el viaje hacia la autodefensa no valen muros que nos encierren".
Polilla es, junto con Matar el nervio de Anna Pazos –también periodista desengañada en su día del 'gran periodismo', y no es casual–, uno de esos libros con los que resquebrajar esos nuevos muros. Ambos disparan sobre la línea de flotación de la construcción de nuestro deseo más allá del #MeToo. Los #MeToos nuestros de cada día siguen dándose, con su estela de silencios o acusaciones, sus consecuencias internas y externas, pero nosotras ya no somos las mismas. Textos que interrogan el dogma reciente del consentimiento, porque como dice Clara Serra, tenemos claro que 'no es no' pero cómo no impugnar todos los grises del 'solo sí es sí'. Podemos ir más allá de quedarnos en la identidad de victima que desde cierto extremocentrismo se nos lanza a la cara como un insulto. Pero cómo no seguir a la vez analizando qué significa haber crecido siendo subalternizadas y seguir siéndolo en un sistema económico, emocional y socialmente desigual para nosotras. Hay escritoras, como Alba y Anna, como Elena Martín y su película Creatura, que se zafan de la caricatura que nos acusa de esa 'pasión por el trauma', como si tener una herida y meter los dedos fuera algo impúdico. O como si lo impúdico siguiese siendo incómodo, porque lo es viniendo de nosotras, las que aún tendríamos que estar ganándonos a pulso el nombre de autoras y osamos infectaros con nuestros relatos como si fuéramos otra plaga. Anda, chicas, no me seáis.
Encuentro por casualidad más polillas en otro libro inquietante, desafiante y tierno –otro libro de no ficción, por cierto–, un ensayo personal lleno de disparadores que te obliga a crear tus propias conexiones para seguir adelante: Traumacore, crónicas de una disociación feminista, de Núria Gómez Gabriel. Siguiendo a Emmeline Clein, la autora describe el proceso del feminismo disociativo como aquel en el que 'el dolor y la angustia existencial se interiorizan con una sonrisa cómplice (...) Una escisión que separa cuerpo-mente y que funciona como un aviso: la llegada inminente del monstruo'. La disociación como otra respuesta más al trauma de la subalternidad. Sacudo el libro de Núria y no paran de caer ideas, referentes, citas al lado, que no al pie (hallazgo de maquetación, también necesitamos buscar la autoridad de otra forma), como para estar subrayando y pensando lo que queda de verano.
'Soy una feminista out of joint
Una polilla de la generación burn out.
Estoy desfasada, trastornada, desarreglada y loca.
Fantaseo con el olor a naftalina.
El placer y el dolor se sienten igual'.
Dice Núria mientras estudia el sistema de orientación transversal de las polillas que invaden su casa. Alba, Anna, Núria. Mientras yo asimilo aún lo que el maremoto del #MeToo le ha hecho a mi deseo –y lo hago a la velocidad que mi cerebro Generación X me permite–, sigo el polvo de estas alas pulverizadas marcando el rastro de un nuevo camino narrativo. Relatos que provocan un salto de eje en la mirada sobre cómo habitamos y vivimos nuestro deseo: con todas sus complejidades y afrontando el riesgo de volver a encapsularnos. Necesitamos interrogar críticamente qué nos ha pasado, a qué prácticas emocionales y modos de vincularnos nos conduce este nuevo orden mundial. Contarlo, contarlo, contarlo. Y convertirnos transversalmente en plaga.
Comentarios
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