Twitter es un campo de batalla. La guerra que en él se libra es la misma que, librándose en Telegram, ha abierto a la sórdida troupe de Alvise Pérez las puertas del Europarlamento. Hay quien todavía desprecia la importancia política de las redes sociales: una burbuja, dicen; la realidad, la vida auténtica, no están allí, dicen, sino en la calle, en los bares, en los lugares en que se desarrollan conversaciones de carne y hueso. «Hay que volver a las calles», dicen ahuecando la voz como para enunciar una verdad solemne y lapidaria; y lo dicen en esas mismas redes sociales en las que pasan la misma montonera de horas que aquellos a quienes abroncan por vivir en una burbuja. Las calles, hoy, son digitales, algorítmicas. Son Facebook y Twitter, Instagram y TikTok, WhatsApp y Telegram, espacios cibernéticos que hace ya años que perdieron el sesgo de edad que la presencia en ellos tuvo un día. El enganche a las redes ya no es cosa de jóvenes; la acumulación diaria de horas de actividad en ellas afecta ya también a las generaciones más provectas. Hay sexagenarios tan adictos a Facebook como los adolescentes a TikTok. César Rendueles suele pedir, a quienes braman contra el embobamiento de los chavales por sus smartphones, que consulten en los suyos sus propias estadísticas de uso del móvil: suelen llevarse una sorpresa.
En esas redes que son las calles del siglo XXI se hacen las cosas que antaño se hacían en las plazas y avenidas analógicas. Todo ello: lo agradable y lo desagradable; lo callejero para bien y para mal. En una calle hay, puede haber, bares en los que tomar algo con amigos, museos que visitar, conciertos, cuentacuentos para los niños. Hay manifestaciones, concentraciones, se tiran octavillas, se recogen firmas, se reparten panfletos, se hace proselitismo, y cuando arrecian las iras de una era hiperpolítica, también se pegan los tiros y se ponen las bombas de la guerrilla urbana. Son, sí, lo llegan a ser, campos de batalla; y, como todos los campos de batalla, lugares desagradables, hediondos, inhabitables. Tanto más si la batalla se libra, no en un campo neutral, sino en uno propicio al enemigo, que allá disponga de ventajas extra para obtener la victoria. Las redes sociales tienen propietarios, guardianes del sanctasanctórum de su algoritmo, capaces de orientar este en favor de sus intereses políticos tan descaradamente como lo hace Elon Musk, un ultraderechista bajo cuya égida se regalan balcones y altavoces a neonazis con balcones a la calle, pero cualquier izquierdista tiene la experiencia de un brusco desplome de sus interacciones.
Es comprensible la tentación de abandonar un espacio tan hostil y buscar la amabilidad de nuevas redes como Mastodon o Bluesky. De esta última ha dicho alguien que es como regresar al ingenuo Internet de la primera década del siglo XXI, al Twitter de 2010, pero teniendo ojos de haber mirado al abismo. La creación de nuevas cuentas en este cielo azul cuyo logo es una mariposa blanca sobre fondo azul claro, y cuyo aspecto y manejo es idéntico a Twitter en casi todo, se ha disparado en las últimas semanas. Lo primero que uno constata cuando abre una cuenta en ella es que allá se habla mucho de Twitter, red referida como el otro sitio y similares: uno se siente a veces como en una de aquellas escisiones del PCE en las que se pasaban el día hablando del PCE y su perfidia.
Quiere ser Bluesky el Twitter auténtico, el Twitter reconstituido, el Twitter continuidad, frente a su secuestro por el magnate sudafricano y su fortuna manchada de la sangre del Apartheid. Y es, ciertamente, un lugar agradable; una buena nueva ciudad para aquellos que no se sientan guerreros de ninguna batalla —lo que es muy legítimo—, y de sus redes quieran que sean un espacio para la evasión, el relax y el aprendizaje. Pero no debería ser nada más que una segunda residencia para aquellos que sí quieran acudir al frente, empuñar las armas y mancharse del barro de esta guerra. No debiera cometerse con Twitter y otras redes, mientras sigan siendo populares, el mismo error que antes se cometió con Facebook, otra red de la que se emigró, y en la que se dejó a millones de internautas a solas con malvados capaces de hacer de ella un instrumento crucial del Brexit o la victoria de Donald Trump en 2016. Fenómenos como el de Alvise son, hoy, la maleza y las alimañas de esas fincas digitales abandonadas por el riego y la siega de la Ilustración. Y si se las deja crecer, acabarán volviéndose tan poderosas como para adueñarse de las fincas vecinas, crecer también en torno a las torres de marfil de nuestro relax, ascender por ellas y sorprendernos también allí, sin margen, ahora, para escapar de sus dentelladas.
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