Una amiga mía ha conseguido pasar unos días de vacaciones cerca del mar. A salto de mata, como tantas personas de su edad. Pertenece a esa parte de la Generación X a la que no le fue tan bien, estaba a otras cosas en la época de las vacas gordas de su sector y cuando se quiso enganchar en serio al mercado laboral llegó la embestida de 2008 y el estancamiento –cuando no la bajada– infernal de tarifas junto a los mismos horarios extenuantes. Así que llega a todos los agostos con poco ahorrado. Cada verano logra cuadrar en su calendario alguna estancia como familia invitada en las vacaciones de los demás. Tiene suerte, sus conocidos y amigos son muy generosos. En una evolución cañí de la célebre frase de Scott Fitzgerald, se dice a sí misma: lo importante es tener amistades con padres con patrimonio.
Ha pasado una semana en unos apartamentos de una familia amiga en Salobreña, Granada, en un complejo blanco de apartamentos en colmena con una piscina comunitaria en el centro cuyos gritos en sordina y el silencio de siesta le traen ecos a su infancia. La urbanización recuerda al escenario de las Noches de cocaína de J.G. Ballard, el asesino está también por encontrar. Quizá el muerto sea el propio mundo que conocemos, a punto de desaparecer. Ese en que los padres tienen –tengamos– segundas y hasta terceras residencias para prestar a nuestros hijos o nietos, aunque sea en lugares donde es probable que pronto no se pueda veranear por culpa de la temperatura. Será el territorio yermo y exclusivo del turismo pobre, el del calor. Ya no será el de masas si no el del sudor. El fresco, la sombra y el verde serán patrimonio de los pudientes, quienes están ahora comprando casa en el norte –ya nadie con visión apostaría por Andalucía o Levante, es evidente–. El sur de Europa se convertirá en zona franca para el turismo de los que no podremos huir. Los que nos coceremos como noodles en las sopas de mar con lechos marinos proliferados en exceso de posidonia.
En los últimos dos veranos a esta amiga mía, además, le quema el cuerpo. Anda cada vez más instalada en la menopausia. Como el higo, el mango, la ciruela o el melocotón –todas ellas frutas climatéricas y de verano–, su maduración queda expuesta a la vista de todos: manchas terrosas en la piel, falta de firmeza en los muslos, articulaciones pelín más oxidadas que el año pasado. Y sobre este cuadro de desconcierto, de falta de reconocimiento de una misma en el espejo de cada verano, de repente, un pellizco empieza en el estómago y algo dentro empieza a arder. La piel se perla de un sudor nuevo, un sudor que llega desde dentro hacia la epidermis. Sus hijos son aún pequeños –sorpresita del huevo Kinder de la maternidad tardía de pronto tan típica de las sociedades mediterráneas– y siempre quieren estar en contacto directo con ella.
Cuando acometen las oleadas de fuego tiene que sacárselos de encima rápido. Son breves pero muy intensos, como un orgasmo a contrapié. Porque algo tiene de concupiscente este proceso. Si está en casa tiene a mano una de esas bandas congeladas de gel azul que sirven para calmar lesiones musculares. Descubre también la ceremonia del abanico. Comprende ahora a su madre y a sus abuelas, el repiqueteo de las varillas de madera contra el pecho como banda sonora de un proceso callado: el de dejar de ser fértil, dicen, transformarse en otra, secarse. Como le está pasando a nuestro mundo. Climaterio y crisis climática, un combo tremebundo, chicas. Esto no te lo arregla ni Kim Catrall reventando la tercera temporada de And just like that.... ¿Habrá negacionistas de la menopausia? En realidad, la cultura entera ha ejercido orgullosa como tal. Me vienen pocos libros y series que recomendar a mi amiga, aunque por suerte el tabú está poco a poco dejando de serlo. Otra cuestión es cuán estigmatizadoras y tópicas sigan siendo las representaciones.
Aún así, me propongo paliar esa nueva capa de incomodidad que se le ha pegado a la piel a mi amiga. El calor interno saliendo al encuentro del calor externo. Los sudores fríos que le despiertan a media noche. El cuerpo cambia. Tiene miedo. Ha leído que puede ser un tiempo gozoso, pero ella es un ser proclive a las sombras y que no se arredra ante los reversos tenebrosos de la fuerza. ¿Cómo politizar este malestar? ¿Cómo organizar el desenfreno hormonal? ¿Cómo no caer en la patologización pero conseguir que te atiendan, te escuchen y te guíen? Tienes que pedir cita con la matrona, le digo. Son las que se ocupan de la salud de toda nuestra vida sexual y reproductiva, aunque estén sólo asociadas a los embarazos y partos. Ojalá mi amiga encuentre abrigo sanitario formado y feminista. Profesionales que no juzguen, libros que acompañen, grupos de apoyo, corros de testimonios.
Como siempre, hay refugio asegurado en la obra de Annie Ernaux, que cumple las funciones ya casi de vademecum, de tesauro de las vivencias de ciertas mujeres contemporáneas del Norte Global. "¿Cómo puedes salir con una menopáusica?", le recriminan los amigos, también veinteañeros, de El hombre joven con el que Ernaux mantiene un idilio tórrido –imagino ese calor más calor más calor– en el verano de los cincuenta y cuatro años de la Nobel de Literatura. Olé por ella. Mi amiga tiene miedo de convertirse en un meme vergonzante: el de la mujer menopáusica inestable, estropeada, fuera de juego. Hay que mirarse ese desdén. Sobre todo porque es el combustible para sumar más auto-odio al habitual, con el que ya convivimos las mujeres sobre nuestros propios cuerpos. Nos echamos paladas de desprecio, auto-escudriñándonos para someternos a la comparación constante con nuestras iguales. Sobre ese suelo crece entonces el miedo a ser una fruta climatérica de las peores, pochándose al sol. Le hago un envío rápido de referencias a mi amiga incluyendo el yogurín de Ernaux, la Clavícula de Marta Sanz, los imprescindibles de May Serrano y Anna Freixas o el también imperdible Señoras. Algún que otro perfil de Instagram de alguna endocrina especializada, que haberlas, haylas. Aunque lo que más me gustaría es poder hacerle una invitación a la casa que no tengo a la orilla del mar. A un retiro paradisíaco donde surfear las olas de los sofocos y los despertares intempestivos empapadas en sudor frío. Y al son del tacatacataca del abanico, ponernos a leer o a charlar mientras politizamos juntas este fuego.
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