Otras miradas

Elliot Ness y el racismo anónimo

Guillermo Zapata

Escritor y guionista

'Los Intocables de Elliot Ness', de Brian de Palma.
'Los Intocables de Elliot Ness', de Brian de Palma.

Tras la terrible tragedia sucedida en Mocejón, las redes se han llenado de bulos, racismo y llamadas a linchar a los inmigrantes que residen en España. Un concepto esquivo que puede incluir a españoles cuyos padres nacieron en España y sus abuelos en Marruecos, a menores no acompañados, o a personas venidas del África subsahariana. Si el primer retrato robot del fake no encaja del todo, se ajusta de nuevo para, por ejemplo, atacar a jóvenes descendientes de migrantes del este de Europa. Prima la islamofobia, pero el rango del odio siempre se amplia, como cuando este verano una tonelada de tránsfobos vieron a una mujer que les parecía un hombre en las olimpiadas y decidieron ampliar el concepto de transfobia para estrechar aún más el mundo en el que viven y pretenden que vivamos el resto.

Cualquier periodista que no se haya dedicado a amplificar los bulos (que también los ha habido) ha tardado apenas unos minutos en encontrar las fuentes primarias de los mismos. Cualquier usuario de redes sociales preocupado por el fenómeno del odio digital ha podido trazar el camino de migas de pan digitales hasta llegar a los autores y a los foros dónde se ha producido su difusión. Tanto es así que cuando la Fiscalía anunció que iba a investigar dichos mensajes, algunos ilustres autores de los mismos decidieron de pronto disculparse, borrarlos o darse de baja de la red como esos niños pequeños que creen que si se tapan los ojos ya nadie los ve. Otros tienen inmunidad parlamentaria o se sienten más impunes.

A partir de ahí y sin que todavía haya ninguna persona concreta denunciada, Miguel Ángel Aguilar, fiscal de la sala de delitos de odio, plantea que el problema es el anonimato en internet y que hay que modificar el Código Penal para que los condenados puedan estar un tiempo lejos de las redes.

Una búsqueda rápida en internet me permite llegar al siguiente titular de la Cadena Ser: Siete condenados a prisión por delitos de odio tras difundir mensajes racistas e incitar a la violencia contra menores extranjeros. Es de septiembre de 2023. Las penas son de "dos años, 6 meses y un día de prisión, inhabilitación especial para el derecho de sufragio pasivo durante el tiempo de la condena, multa de 9 meses y un día a razón de 6 euros al día e inhabilitación especial para profesión u oficio educativos, en el ámbito docente, educativo y de tiempo libre por tiempo de 5 años, 6 meses y un día".


Se pregunta uno como es posible que exista esta sentencia con el Código Penal actual y existiendo ese mecanismo de bloqueo judicial tan efectivo llamado "anonimato". Una expresión que a puro usarla todo aquel que ha querido arreglar internet en los últimos... ¿veinte años? Ya no se sabe qué significa.

Voy a plantear el escenario contrario. Es una afirmación a trazo muy grueso, pero bueno, parece que ese es el escenario en el que nos movemos, así que ahí va: a día de hoy, el anonimato en internet no existe. No podemos tener a la vez un debate público sobre la cantidad ingente de datos privados que los servicios y proveedores de internet obtienen de nosotros y a la vez decir que hay un problema de anonimato.

Pero es que además, insisto, los responsables de estas historias aquí, en el Reino Unido y en Estados Unidos, los conoce todo el mundo. Son periodistas con acreditación en el Congreso, son influencers dedicados a monetizar el odio, son políticos electos con inmunidad parlamentaria, son medios de comunicación financiados con dinero público para alimentar mentiras y son redes sociales amplificando el mensaje de la internacional del odio. Este es el problema. No el anonimato.


Esto lo sabe todo el mundo y por supuesto lo sabe Miguel Ángel Aguilar, fiscal de la sala de delitos de odio. El problema no es ese. El problema es lo que explica a las mil maravillas Los Intocables de Elliot Ness, dirigida por Brian de Palma en 1987 con guion de David Mamet. En la película, Elliot Ness (Kevin Costner) está desesperado porque no consigue acabar con el tráfico ilegal de alcohol y con la mafia que dirige Al Capone. Entra en contacto con un honesto policía que hace la ronda a pie de calle interpretado por Sean Connery (que se llevó un Oscar por el papel). Entre los dos montan un equipo que, básicamente, se atreve a ir contra Capone.

En la primera redada que realizan, Connery dice lo siguiente: "Todo el mundo sabe dónde está la bebida, el problema no es dónde. El problema es quién quiere meterse con Al Capone. Si abre esta puerta ahora, abrirá un mundo de problemas. No hay vuelta atrás, ¿lo entiende?"

Este es el problema y ningún otro. A los efectos, hay que asumir que en este tema estamos en el Chicago de los años 40 y toda la ciudad está podrida, pero lo mínimo que cabría exigirle a quién tiene herramientas para hacer algo es un 10% de la valentía y el jugarse de la vida que tienen quienes vienen a nuestro país desafiando el mar, escondidos en la parte de abajo de un camión, cuidando de sus hijos en pisos patera, trabajando en negro por dos duros en cualquier mierda sin seguridad, dejándose la vida debajo en el mar del plástico de Almería, haciendo jornadas de 14 y 16 horas bajo un calor asfixiante con patronos que te dejan tirado en la puerta de un hospital si te pasa algo, y con políticos miserables que viven de meterle miedo a la sociedad con la amenaza que supones. Sabemos dónde están los Al Capone, nos faltan los Elliot Ness.

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