El pasado viernes se estrenó Justicia artificial, una coproducción hispanoportuguesa que nos sitúa en un cercano 2028 en el que el gobierno de nuestro país, al fin presidido por una mujer, convoca un referéndum con el fin de introducir en la Constitución la inteligencia artificial como pieza clave de nuestra Administración de Justicia. Una jueza, Carmen Costa, encarnada con solvencia y con la frialdad que le exige el personaje por Verónica Echegui, se verá envuelta en una trama propia de un thriller, en la que tendrá que lidiar con los intereses políticos y los de la empresa encargada del sistema que pretende sustituir a juezas y jueces. Nada de utopía ni de pesadilla descabellada. Por el contrario, y a diferencia de otras películas que ya han tenido como protagonista a la IA, la de Simón Casal plantea un debate que hoy es central en muchos contextos jurídicos. Un debate que debería interesarnos en cuanto ciudadanía ya que son nuestros derechos, y sus garantías, lo que está en juego. O, dicho de otra manera, los límites propios de un Estado de Derecho no solo frente a los poderes públicos sino más bien frente a esos privados que con Ferrajoli podemos calificar como "salvajes".
En todo caso, el debate que plantea la película debería superar los marcos binarios que, como sucede con la mayoría de las controversias que hoy se amplifican y expanden en las redes sociales, reducen hasta las cuestiones más complejas a dos posiciones enfrentadas e irreconciliables. Muy en el línea de esa dialéctica amigo/enemigo que tan querida es para unas fuerzas políticas que desconocen los grises y evitan la conversación. No creo que, al igual que se está planteando en otros ámbitos, como por ejemplo la educación, el dilema sea entre justicia artificial o humana. Más bien lo que tendríamos que plantearnos es la urgencia de humanizar la Justicia y de qué manera las tecnologías pueden ayudarnos en ese propósito. Por lo tanto, no se trata tanto de elegir entre dos polos sino de articular una suerte de "inteligencia colectiva" y también de los propios sistemas, tal y como insiste tanto Daniel Innerarity, para que las modernas democracias cumplan con el objetivo de proteger de manera prioritaria a los más débiles, de reequilibrar un mundo atravesado cada vez más por mayores desigualdades y de dotar de sustancia a un Derecho encargado no solo de mantener el orden sino también de transformar la sociedad. Sin duda, tecnologías como la IA podrán ser instrumentos coadyuvantes en muchas facetas de nuestras vidas, individuales y colectivas, pero nunca podrán sustituir las capacidades humanas relacionadas con la inteligencia emocional, con la debida contextualización de los conflictos y subjetividades o con la tarea interpretativa de principios constitucionales que difícilmente encajan en el juego matemático de los algoritmos.
Todo ello sin olvidarnos de que, como bien insiste la jueza Carmen Costa en la película, estos tienen sesgos marcados – los mismos de los sujetos que los controlan -, de igual forma que las empresas que los sostienen persiguen intereses no siempre coincidentes ni con el bien común ni mucho menos con la justicia social. La IA, no lo dudo, habrá de ser una herramienta facilitadora de muchos procedimientos y gestiones, muy especialmente en una Administración, como es la de Justicia, lastrada no solo por reglas decimonónicas sino también por una cultura jurídica poco adaptada al siglo XXI. Ahora bien, no creo que en ningún caso un programa debiera sustituir la intervención de mujeres y hombres en ese momento clave de la garantía de nuestros derechos que es aplicar la ley a los casos concretos. Y no solo porque ello pondría en jaque cuestiones esenciales como la representatividad y muy especialmente la responsabilidad de quienes toman decisiones "en nombre del pueblo", sino también porque supondría sacrificar valores esenciales de los Estados de Derecho en nombre de criterios tales como la rapidez, la eficacia o la productividad.
En definitiva, y tirando del hilo del jugoso debate que abre esta rareza de nuestro cine, tan poco dado a abordar cuestiones políticas candentes, lo que sí es incuestionable es la necesidad de poner el foco en un Poder, el Judicial, que hace aguas por muchos agujeros. Y ello no pasa, entiendo yo, por apelar a la IA como salvavidas, sino más bien por dotar a la Administración de Justicia de más y mejores recursos personales y materiales, por reformar una leyes procesales ancladas en el XIX o por, de manera prioritaria, superar los encorsetados procedimientos de acceso a la judicatura, tan poco útiles para e
l fomento de los méritos y capacidades que debería tener un juez o una jueza del siglo XXI. Todo ello por no hablar de las al parecer irresolubles tensiones entre este poder y los otros del Estado, tan prisioneros de las lógicas partidistas, así como de una peligrosa evolución de los titulares del Judicial hacia un protagonismo político que no está sino favoreciendo la creciente desconfianza de la ciudadanía. Pero ya sabemos que en cuestiones constitucionales, y muy especialmente en lo relacionado con la justicia, los cambios son lentísimos, tal y como nos demuestra las décadas que hemos tardado en tener una mujer presidenta del Supremo y del Consejo General del Poder Judicial. El sesgo machista y corporativo de este poder es evidente, fiel reflejo de esos "pactos de caballeros" en los que el patriarcado sigue sustentado su longevidad. Algo que, mucho me temo, la IA no cambiará, sino que incluso, tal vez, confirmará.
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