Las ultraderechas están en ascenso en Europa. En los últimos años han aumentado su influencia político-mediática autoritaria y su base electoral. No es solo un fenómeno europeo. Particularmente, desde la victoria del primer mandato de Trump en Estados Unidos, en el año 2016, y otras réplicas en América Latina, como el Gobierno de Bolsonaro en Brasil o ahora el de Milei en Argentina, se ha producido un paso cualitativo. Su acceso a posiciones gubernamentales, con capacidad de impulsar una gestión regresiva y ultraconservadora frente a los derechos humanos, especialmente en campos como la inmigración, los derechos feministas y LGTBIQ+ y las libertades públicas.
En Europa han ido incrementado su penetración en los aparatos estatales, como las fuerzas de seguridad, la judicatura y la alta burocracia. Además, aprovechan sus posiciones institucionales de poder -gubernamentales, autonómicas y municipales- para aumentar su imbricación con el poder económico y el mediático. Están presentes en más de media docena de gobiernos europeos, con posiciones hegemónicas o subordinadas respecto de otras fuerzas de derecha. Especialmente significativo, por su peso político-económico e institucional, es el caso de Italia, cuyo gobierno neofascista normalizado ha colocado a un vicepresidente en la propia Comisión europea.
En las recientes elecciones europeas las distintas derechas extremas han conseguido el 28% de votos, llegando a sumar sus tres grupos parlamentarios, junto con algunos no inscritos, unos doscientos escaños. Una cifra similar a la del primer grupo del Parlamento europeo, el Popular, con conservadores y democratacristianos, que representa la Presidenta de la Comisión europea, la alemana Ursula von der Leyen.
Particular impacto inmediato y a medio plazo tienen los casos de Alemania y Francia. En este eje francoalemán, donde se basa el núcleo fundamental de la Unión Europea, se ventilan auténticos retos estratégicos con la posibilidad de un mayor giro derechista de ambas formaciones de centroderecha, con la colaboración de las derechas extremas. Ahora, con el acuerdo de Macron con Le Pen para dar estabilidad al gobierno derechista del conservador Bernier y, por tanto, sometido a su condicionamiento, con sus perspectivas para las elecciones presidenciales de 2027.
Para dentro de un año, con las elecciones federales en Alemania, la probable derrota de la coalición de socialdemócratas, liberales y verdes y la victoria relativa de una Democracia Cristiana que, similar al caso francés, puede romper el tradicional cordón sanitario con la ultraderecha y, necesitada de sus votos, como apuntan ya algunos de sus dirigentes, pacte con ella un gobierno derechista, normalizando su cooperación gubernativa y frente al tradicional pacto con una socialdemocracia en declive.
En los próximos meses podemos asistir, en ese marco central europeo, a un proceso de normalización y colaboración, no exento de tensiones políticas y mediáticas, entre las derechas tradicionales y las ultraderechas para mantener su hegemonía política frente a las izquierdas y, sobre todo, para hacer frente a los desafíos estratégicos de las élites dominantes y grupos de poder europeos en un sentido regresivo y autoritario. No es novedoso. Ya en España hemos experimentado estos meses de atrás una fuerte derechización del Partido Popular con su colaboración autonómica y municipal con VOX, llena de altibajos y derivada de los reequilibrios representativos, mediáticos y de poder de ambas tendencias. En todo caso, en este país, todavía se mantiene la capacidad institucional del Gobierno de coalición progresista, encabezado por Pedro Sánchez, con el apoyo de los socios de investidura/legislatura.
La incógnita, dado el relativo bloqueo reformador progresista, especialmente en las políticas sociales y redistributivas, es cómo afrontar las izquierdas y fuerzas progresistas el reto de frenar a las derechas e impedir su victoria en el gran proceso electoral de 2027 -autonómico, municipal y general-, siempre que no se adelanten las elecciones parlamentarias.
La solución pasa por incrementar su credibilidad transformadora con una agenda de progreso, socioeconómica, democrática y cultural-ideológica. Y ello junto con el desafío para las izquierdas, sociales y políticas, sin resignarse ante la difícil aritmética parlamentaria de fortalecer una activación cívica que permita avanzar en el cambio social y democrático, ganar las próximas elecciones generales -y autonómicas y municipales-, ampliar su poder institucional y derrotar la involución regresiva y autoritaria que anuncian las derechas.
El proceso de derechización institucional
En el marco europeo ya se han instalado dos dinámicas derechistas preocupantes. Una, la política de inmigración. Otra, la militarización creciente. Me detengo en el reciente plan Draghi como alternativa global dominante. Bajo el diagnóstico del retraso competitivo y de peso geopolítico de la Unión Europea, en el contexto de las grandes transformaciones productivas y tecnológicas y las crisis ecológica, energética y demográfica, plantea un gran esfuerzo inversor público. Implica, igualmente, una mayor liberalización económica, favorable a las grandes multinacionales europeas y, especialmente, un mayor desarrollo militar, aceptando el marco de los intereses geoestratégicos compartidos con EEUU, bajo su supremacía y en el ámbito de la OTAN.
La duda es la distribución del riesgo de la financiación pública, con el sobreesfuerzo impositivo entre las distintas capas de la sociedad y los Estados, de ahí las reticencias alemanas, así como el reparto de los beneficios esperables con la idea de primero la acumulación de capital empresarial en aras del crecimiento económico y la garantía de beneficios y el dominio del mercado, y luego ya veremos. Se avecina un pulso nacional y de clase sobre la orientación socioeconómica, distributiva y estratégica de Europa.
El horizonte propuesto en el doble ámbito, económico y militar, es: mantener un mayor peso europeo dentro del bloque occidental para reforzar su hegemonía mundial, con un nuevo neocolonialismo, ante los desafíos de autonomización del Sur global -los BRICS- y, específicamente, el avance del poder blando de China; y hacer frente a sus campos territoriales y económicos de influencia directa. Estos últimos son África, Oriente próximo -incluido el apoyo al Gobierno israelí, genocida, colonial y autoritario- y el Este europeo -Ucrania- frente a Rusia. Y, en perspectiva, consolidar el poder duro, el militar, como garantía para mantener esa supremacía mundial y pensando en Asia-Pacífico y la contención de China.
Pero ello lleva aparejado un recorte del modelo social y democrático europeo, aunque se mantengan de forma precaria componentes mínimos de los servicios públicos y la protección social, así como unos procesos electorales y parlamentarios muy condicionados, con un refuerzo de los poderes ejecutivos. Ese proceso involutivo requiere una garantía de subordinación de las sociedades europeas y, por tanto, una presión autoritaria por el control social.
En ese contexto, en el que hay un fuerte desgaste de la legitimidad pública de las élites gobernantes tradicionales, se genera el intento de su refuerzo y recomposición, con la presión de poderes fácticos y tendencias extremas: antes el control del poder y la garantía del orden social que la democracia. Así se genera una dinámica reaccionaria y segregadora con una nueva justificación iliberal, nacionalista y neocolonial, apoyada desde un gran aparato mediático. Es la apuesta por una salida prepotente y regresiva, con un reajuste de la clase política dominante, en la que confluyen las exigencias de las nuevas derechas extremas y las derechas tradicionales, con cierta impotencia de las izquierdas y la tensión entre sus tendencias adaptativas o la defensa de las políticas públicas y los valores igualitarios, solidarios y democráticos.
La recomposición de las élites dominantes
Asistimos a un proceso complejo y multidimensional, pero persistente, de recomposición de las élites dominantes y su articulación partidaria y representativa, junto con la relegitimación y refuerzo de las estructuras de poder del Estado y una reorientación estratégica y discursiva. Sus componentes básicos son:
a) Nacionalismo autoritario a nivel externo (hegemonismo geopolítico, imperialismo competitivo, neocolonialismo, militarismo) e interno (nacionalismo excluyente, primacía nacional de los nativos, homogeneización étnico-cultural y racismo).
b) Autoritarismo postdemocrático o iliberal, manipulación mediática, jurídica y de fuerzas de seguridad, debilitamiento de la propia institucionalidad democrática... aun respetando a regañadientes los procesos electorales, cierta libertad partidista y la mínima legitimidad parlamentaria; no estamos -todavía- en el nazi-fascismo de los años treinta.
c) Recorte de la participación democrática y los derechos civiles, políticos y sociales, con control social y marginación de las izquierdas y movimientos sociales progresistas.
d) Segregación popular, con apoyo de capas acomodadas, reconvirtiendo el retroceso de ventajas relativas de sectores en declive o el miedo al avance en derechos universalistas -feministas- en resentimiento y culpabilización hacia capas vulnerables -inmigrantes-.
Los poderosos y las élites gobernantes intentan hacer frente a su deslegitimación, aunque en esta etapa no ha habido grandes procesos de desestabilización política e institucional por parte de las izquierdas y los movimientos populares progresistas, a diferencia de los años treinta, ni existe la alternativa del socialismo soviético.
No obstante, ahora hay esa desafección política de fondo hacia la gestión institucional dominante, así como unas relaciones y una cultura social y democrática, que es percibida por esas élites como un obstáculo para afrontar esos nuevos retos geoestratégicos y de consolidación de su dominio. Su temor fundamental deriva de las respuestas cívicas ante la salida austeritaria impuesta durante la crisis social y económica desde 2008, en este contexto sociohistórico neoliberal, y a pesar de la economía expansiva frente a la pandemia. Así, persiste una ciudadanía con valores cívicos, democráticos e igualitarios, que forman parte de la experiencia y la cultura europea mayoritaria, y que se resiste, como en Francia, a sucumbir.
El declive de las derechas tradicionales es lento pero duradero, especialmente en el decisivo eje francoalemán, como núcleo dirigente europeo y tras la involución italiana. Son conscientes de la necesidad de darle la vuelta a lo que consideran disfuncionalidad sociopolítica y cultural para afrontar su descenso representativo que puede agudizarse a medio plazo. El poder establecido apuesta por menos democracia y menos política social y redistributiva, con un mínimo de legitimidad pública. Y, paralelamente, mayor control social y disciplinamiento popular; de ahí su componente autoritario con la presión ultra.
La confluencia derechista, con la aportación negociada de la extrema derecha, trata de conseguir el apoyo suficiente en capas acomodadas y con ventaja relativa de la sociedad, así como garantizar sus estrategias políticas, socioeconómicas y culturales dominadoras. Y como culmen, la rearticulación de las nuevas élites políticas y los sistemas partidarios y de representación institucional. Suponen nuevos reequilibrios del poder institucional, el reajuste de las grandes instituciones estatales y europeas, y el refuerzo de la autonomía de los grandes grupos de poder económico y estatal respecto de los parlamentos democráticos.
Y todo ello bajo el influjo de la resolución del conflicto en las elecciones presidenciales estadounidenses entre el proyecto ultraconservador y autoritario del Donald Trump y el del centro derecha neoliberal y democrático de Kamala Harris.
La derechización institucional y la amenaza ultra son un desafío para las izquierdas, para la justicia social y la democracia.
Comentarios
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