En Whiplash, esa película tan turbia de 2014, un profesor de música calvo y sociópata se encarga de destruir mentalmente a un grupo de chavales, en especial a uno, para conseguir formar la mejor banda tributo de jazz de Nueva York.
El profesor, llamado Terence Fletcher e interpretado francamente bien por J. K. Simmons, se obsesiona con Andrew Neiman, el batería de la banda, a quien le hace creer que no existe otro camino que el de la disciplina dolorosa. Como si ser un capuchino descalzo fuera un mérito y no un trastorno, le instiga a tocar hasta sangrar, a alejarse del normie de su padre – un poeta fracasado reciclado en maestro de escuela – e incluso a dejar a su novia. Para el chalado del profesor, la humanidad entera es una especie de estorbo en el camino hacia la fortuna – supongo que la música se hace para que la escuchen los rosales – y no hay otra opción que romperse los huesos hasta conseguir un éxito idealizado que no compartir con nadie: tu destino, jovencito alelado que quieres triunfar haciendo lo que más te gusta, es convertir tu pasión en lo que más odias y acabar, en el mejorcito de los casos, mutado en un ermitaño con complejo de superioridad que se burle desde la soledad de los fracasados que no lo han logrado. En el peor, claro, te resguardarás en esa masa gris que tanto habrías odiado si hubieses conseguido tus objetivos y te devorarás todas las putas noches desde la boca del estómago de tu resentimiento y frustración.
Uno, que es ingenuo y un poco imbécil, a veces cree que el mundo ha avanzado y ya no se come esa narrativa del espartano que lo tira todo a la basura a cambio de intentar conseguir – nada te garantiza conseguir algo, no lo olvides nunca – un éxito profesional brillante, pero se equivoca. Leed si no la entrevista que le hicieron el otro día a Manolo Lama en el diario El Mundo.
El veterano comunicador aseguraba en las páginas del impreso que los jóvenes periodistas, entre los que me vais a permitir que me incluya, estamos hoy en día demasiado pendientes del reloj y de salir del curro a la hora estipulada por ley – que te jodan, legalidad vigente, que yo tengo ambición –, lo que, claro, parece ser un obvio indicador de que no amamos lo suficiente este oficio. Porque todo el mundo sabe que la mejor forma de mostrar amor es mediante la esclavitud y la obsesión.
Lama también decía, justo en la siguiente respuesta al entrevistador, que esta ambición desmedida – un saludo para C. Tangana – le había costado facturas, parece, asumibles y morales para él, como mantener broncas brutales con su esposa o saltarse, entre otras fechas señaladas, la comunión de sus cinco hijos. Pero que si volviera a empezar de cero, aseguraba, lo volvería a hacer. Que total, el milagro es que ninguna de las seis personas de su familia directa se lo hayan reprochado nunca.
Hay una cosita de este discurso tan sufridor como el espíritu de un mal católico que me sorprende muchísimo: la falta de autoconsciencia. Por algún motivo, los tipos que lo portan, pongamos que hablo ahora de Lama o de cualquier otro, lo esgrimirán para defender la necesidad de hacer no sé qué movida, como montar la mejor banda tributo de jazz de Nueva York o narrar un Real Madrid-Betis, que genuinamente creen que es determinante en sus vidas y las de los demás. Claro que sí, Lama, aquella noche que te ausentaste de la comunión de tu hijo para comentar un empate en Riazor no solo salvaste tu carrera, sino el periodismo occidental. La democracia, incluso. Seguro que él te lo agradecerá mucho cuando sea grande.
Además, es también sorprendente que todos los que proponen para conseguir algo no solo sacrificar sus gotitas de sangre, sino también – y en especial, si les dan a elegir – las de su entorno, sean estrellas con contratos millonarios y vidas resueltas que por lo que sea, allá ellos con sus conciencias, necesitan escudarse tras la excusita del trabajo para justificar sus pretensiones y ansias: no es curro lo tuyo, querido workaholic millonario, sino ambición insana a la que no te quieres enfrentar por cobardía; curro es lo que hace cualquier otro periodista freelance y tirado que, a cambio de treinta euros de un diario regional o nacional con espíritu de negrero, tiene que ir a cubrir cualquier mierda como falso autónomo el mismo día del nacimiento de su hija no por hambre de fama o reconocimiento, no, sino porque se quedaría sin curro si no lo hiciera.
Y esto último no es una ocurrencia cualquiera, sino un ejemplo real.
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