Si uno abre las páginas de Mein Kampf, tardará muy poco en encontrar los primeros maquillajes biográficos. Dice Adolf Hitler que su padre era un leal y honrado funcionario. Su madre, por la otra banda, aparece dibujada como una ama de casa entregada a los hijos. No hay objeción posible al retrato materno, si acaso podemos añadir que Klara Hitler desencaja el arquetipo nacionalsocialista de esposa sumisa y abnegada. Lo más llamativo, sin embargo, es que la historiografía reciente dibuja a Alois Hitler como un cabeza de familia autoritario y petulante, despectivo hacia su esposa y propenso a los arrebatos de furia hacia su hijo.
Así lo explica al menos el historiador Roman Sandgruber, que hace pocos años examinó un buen puñado de cartas inéditas y fraguó una investigación de hallazgos rompedores. La sombra del progenitor se proyecta implacable sobre la personalidad del hijo, la moldea, la contradice a veces, pero nunca deja de imponer su presencia. En ocasiones, el joven trata de emular o superar a su padre. Otras veces se insubordina. En los Hitler, la impronta del nacionalismo se perpetúa con una obstinación genética. De hecho, Sandgruber sugiere que el Führer no incubó sus ideas antisemitas en Viena, como él mismo trata de justificar en Mein Kampf, sino durante su primera juventud en Linz.
Existe aquí un hilo común con otras mistificaciones familiares. En los primeros años cuarenta, mientras la Alemania nazi afinaba las cámaras de gas, Francisco Franco escribía un guion de cine que iba a terminar en las pantallas españolas bajo el título de Raza. Es la historia de una familia gallega demasiado parecida a la familia del dictador pero con una ruidosa salvedad: el padre de ficción es un héroe militar que entrega el alma en la guerra de Cuba mientras que el padre real, el auténtico Nicolás Franco, abandonó a su esposa para amancebarse con otra mujer y terminó arrastrando una fama innoble de alcohólico, apostador y libertino.
Los pasados familiares siempre regresan igual que un perro con una pelota. Echamos un vistazo a la prensa de estos días y encontramos que el rey emérito va a publicar sus memorias con una editorial francesa. Bajo el título de Reconciliación, Juan Carlos I recurre al anecdotario doméstico para justificar su flamante vocación literaria. Por lo visto, el buen Juan de Borbón le desaconsejó que se rebajara a narrar su propia vida. Es algo impropio de un rey airear los secretos del palacio. Ahora el emérito desautoriza al padre difunto porque le ha vencido la sensación de que le están "robando" su propia historia. Para ser su primer libro, hay que reconocer que escoge con tiento las palabras.
Los dramas genealógicos se multiplican por doquier sin importar las épocas y las latitudes. Hace apenas unos días, los periódicos italianos redoblaban el nombre de Rachele Mussolini, descendiente directa del Duce y concejala de Roma. Resulta que la nietísima ha dejado plantada a Giorgia Meloni porque considera que Fratelli d'Italia se ha vuelto más ultraderechista de lo que su conciencia le permite. Tras la deserción, ha engrosado las filas de Forza Italia y sigue ya la estela de otra de las nietísimas, Alessandra Mussolini, la ex europarlamentaria y diva televisiva que gritó en un programa de la RAI —y hoy en día se arrepiente— "mejor fascista que maricón".
Ahora que Israel vuelve a batir todas las plusmarcas de la infamia, reaparece en artículos y conversaciones la figura del padre de Benjamín Netanyahu, un historiador polaco que nació en Varsovia bajo el nombre de Benzion Mileikowsky y que mudó de apellido en honor a su padre Nathan. Con una sutil mutación patronímica, la familia consiguió borrar su procedencia extranjera en la vieja Palestina del Mandato británico. De aquellos polvos vienen estas paradojas: aquellos que justifican la sangre en nombre de la defensa de la tierra minimizan a conveniencia el origen askenazi de las élites que han regido Israel hasta nuestros días.
Dicen que Bibi Netanyahu heredó de su padre las convicciones más fanáticas del revisionismo sionista y entiende, igual que él, que a Israel le asiste un derecho secular sobre Jerusalén Este, Gaza y Cisjordania. No en vano, cuando Ariel Sharon aprobó en 2004 la retirada de varios asentamientos coloniales, el entonces ministro Benjamín abrió una brecha en el Gobierno. Para su padre, Benzion, la repartición del territorio palestino en dos estados no solo sería infructuosa sino además incongruente. Ni siquiera creía que existieran dos pueblos sino un solo pueblo judío contaminado de población árabe. En la tradición ideológica de los Netanyahu no hay diálogo ni solución que no pase por el exterminio.
Los Netanyahu es precisamente el título de la novela de Joshua Cohen que ganó en 2022 el premio Pulitzer y que explora en clave de comedia el peso de la identidad judía. Aquí es donde sobresale una idea vertebral del viejo historiador polaco: la desaparición por reemplazo de un grupo religioso o cultural depende "tanto de la fuerza de la nueva identidad asumida como de la debilidad de la identidad que va a ser reemplazada". Aunque se refiere a los musulmanes tras las Navas de Tolosa y a los judíos tras las cruzadas, la ecuación es extrapolable a otros tiempos históricos. El truco milenario de consolidar por las armas los colores propios neutralizando los colores ajenos.
Dice Olga Rodríguez que Benjamín Netanyahu está tratando de ganar en la guerra lo que el derecho internacional nunca le concedería. Porque en la guerra tiene todas las de ganar. Porque los tribunales internacionales imponen obligaciones que desmienten el irredentismo sionista. Y porque el combate, me atrevo a añadir, se libra siempre en nombre de una tradición familiar, de un atávico derecho de sangre o de un padre heroico y mártir que hemos tenido que inventarnos. Al otro lado del humo y de las bombas mueren las madres, los niños huérfanos, los supervivientes de otras guerras y otros muertos. En Palestina o en Líbano, morir de la peor muerte es ya una enfermedad hereditaria.
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