A los dos años de aquel episodio, ya no me reconocía. O me reconocía a ratos, intermitentemente. Sabía que era yo, su hijo. Pero el hijo de treinta años atrás, el hijo joven, el niño. Porque me hablaba como a un niño. Me regañaba como a un niño. Acariciaba mi rostro de niño. Y cuando no me reconocía, cuando, estando a su lado, me convertía de pronto en un extraño, en un absoluto desconocido, entonces le daba el ataque de pánico. Ese desconocido que era su hijo Manuel le causaba terror. Gritaba, huía de mí, levantaba sus brazos al acercarme como protegiéndose para que no le golpeara. Gritos y llanto llamando a mi padre muerto. Suplicando que viniera para librarle de ese sujeto, de ese hombre monstruoso que quería hacerle daño.
Cuando conseguía calmarla, se acurrucaba en su propio regazo para guarecerse de un frío de hielo que cortaba la respiración. Un frío polar que helaba la sangre. Encogía su cuerpo, cada día más pequeño, hecho un ovillo sobre el sofá o en la propia cama, con su camisón de florecillas bordadas que olía a limpio y a hierba, sus manos huesudas abrazando su pecho y su costado, hasta que el calmante hacía su efecto sedante y se quedaba dormida, anestesiada, igual que la niña que fue setenta años atrás. Médicos de familia, psiquiatras, neurólogos, geriatras, análisis de sangre, escáneres cerebrales, TAC, para confirmar que la enfermedad había debutado con fuerza y que todo iría demasiado rápido.
El día que, al regresar de la biblioteca donde yo trabajaba, me la encontré totalmente desnuda, de pie, en el cuarto de baño, y, al verme, con una cara de inocencia y de pedir perdón, me dijo que no sabía abrir el grifo de la ducha, comprendí que no podía dejarla sola ya nunca más. Esa imagen de su desnudez, con lo pudorosa que siempre había sido conmigo, sin taparse, sin cubrirse mínimamente, como si su estado natural fuera ir siempre desnuda, como si fuera un animal salvaje cuyo único vestido es su piel, me golpeó de una manera decisiva. Tenía la bata de baño colgada detrás de la puerta, a medio metro, a su alcance; en la mano derecha sujetaba el mango de la ducha y con la izquierda en el aire buscaba el grifo que debía abrir y que se había volatilizado. Me destrozó su mirada desoladora, sus ojos vidriosos, sin llegar a las lágrimas, pidiendo clemencia y perdón.
- Lo siento, pero no sé cómo abrir el grifo para ducharme. No lo encuentro. Haz conmigo lo que quieras, sé que es incomprensible, llevo tres horas aquí, de pie derecha, muerta de frío, mira mi piel, morada, mira mis venas violetas, dirás que soy una pánfila, pensarás que algo raro pasa, y yo lo que quería es que nada pasara, que cuando tú volvieras de la fábrica hubiera conseguido darme esa ducha, hacer la cama, recoger la casa, prepararte la comida. La comida para cuando tú vinieras, mi querido marido.
La inocencia, la frustración, la bondad infinita en su petición de perdón. Y confundiéndome ahora, cuando por sus razonables palabras parecía haber recobrado el juicio, con mi padre. Con mi padre fallecido hace décadas. Pero de su desnudez no dice nada. Ni una palabra. Quizás porque habla por sí sola. Una desnudez que me impacta. Su cuerpecillo encorvado – tan diminuto, tan poca cosa, igual que uno de esos pajaritos que caen o saltan prematuramente del nido –, con una protuberancia en la parte superior de la espalda, las arrugas, que ya son pliegues, surcando su piel violácea, sus pechos abatidos y marchitos, blancos, que sobrepasan su vientre y cuya consistencia y peso es la propia de unos pellejos que cuelgan sobre su cuerpo, las costillas que escalonan su tórax, tan marcadas, el vientre abultado, caído, que contrasta con su delgadez, tapando su pubis, en el que todavía quedan unos pelos blancos, apenas unos cuantos, el interior de sus muslos, igual que su sexo, que tiene un tono amoratado, más oscuro que el resto de su piel, unas piernas de alambre, con los huesos prominentes en la parte delantera y por detrás unos músculos flácidos, separados, que parece que se van a desprender del hueso, ajenos a sus piernas, y van a caer al suelo, hasta llegar a los pies, unos pies demasiado planos, sin arco, muy abiertos, con las uñas amarillas, curvadas, y unas deformaciones abultadas de los dedos gordos, que se retuercen y quieren escaparse del pie.
– No te preocupes, mujer, mira, yo te ayudo a ducharte –. Entonces, por primera vez en mi vida, ducho a mi madre. Ella se deja hacer. Se deja llevar. Podría decir que como algo inevitable, como una aceptación inevitable. Sin remedio. Pero no es eso, nada de eso. En absoluto. Porque es mucho más complicado. En ese preciso momento sabe que soy su hijo. O, al menos, alguien cercano que le da confianza. Efectivamente, quizás no sepa quién soy exactamente, si se lo preguntara no sabría decirlo, pero sabe que pertenezco a su esfera, a un círculo próximo, cercano y que soy de los suyos: su hijo, su marido, su hermana. Vete a saber. Porque a estas alturas la identidad ya no importa. Ahora no hay miedo. Los miedos se producen cuando salta el cortocircuito del cerebro. Me deja que la duche porque para ella no existe otra forma de ducharse. Se toca un brazo, se toca la cara, se toca su mano, palpando, comprobando, e, igual que esos miembros todavía siguen ahí, ahora hay una persona que te está duchando como si fuera una prolongación de tu cuerpo.
Dejo que el agua caliente corra por su cabeza, por su cara, por su nuca. Sé que la complace. Que la relaja. Cae el chorro por su cara y cierra los ojos y da un resoplido infantil, porque ahora se ha convertido en una niña, para no tragarse el agua. La presión de la ducha abre su cuero cabelludo, sus mechones de pelo blanco, ya todo canas, le caen deshilachados por la cara, mientras en la coronilla se abre la redondez de su calva. Lavo su pelo con un champú azul metálico, especial para blanquear y que no se amarilleen sus canas, enjabono sus hombros con gel que huele a lavanda, sus axilas oscuras, su abdomen, su espalda. Froto con la esponja por detrás de sus pechos, por debajo de su vientre. Abre las piernas un poco para facilitar mi trabajo y mientras la enjabono, aparto mis ojos. Me estremece su falta de pudor. La retirada de sus defensas. Su colaboración. Su estremecedora colaboración. Como si yo no supiera que la entrega que hace de su cuerpo para que la duche sería algo inaceptable en circunstancias normales y yo no defiendo su antiguo pudor, sus intereses, su propiedad intocable, su decoro. Su pudor de madre. No la protejo. Desvalijo su cuerpo, descerrajo su piel nívea, tan blanca como la bandera del soldado derrotado que se entrega en la batalla, a sabiendas de que ella no lo consentiría. A sabiendas de que preferiría no volver a ducharse en la vida, preferiría morir comida por la suciedad, antes de que su hijo Manuel la enjabonara mientras ella abre sus piernas de alambre y tristeza. De pena y desolación. Y entonces me echo a llorar y mis lágrimas surcan mi cara igual que su piel la surca el agua. Sin miedo a que me oiga gemir porque mi llanto no va a saber interpretarlo. Lloro como nunca jamás había llorado por el dolor inconmensurable que me produce un ser tan desvalido. Tan frágil. El desamparo de su inocencia, la vulnerabilidad de su cuerpo, la indefensión de su ser, que me están matando. Que me están devastando. Aniquilando. Igual que a ella esa enfermedad de carcoma que horada su mente, le está devorando el alma. Poco a poco, en un silencio cobarde y canalla, a dentelladas.
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