Hay una novelita irlandesa del siglo XVIII cortisísima y muy divertida llamada Tristam Shandy, o Vida y opiniones del caballero Tristam Shandy, si es que sois de los que bebéis vino blanco en los cumpleaños, donde un chavalito con una familia algo compleja pero cómica (el humor irlandés es espectacular) relata su vida no solo desde el día de su nacimiento, sino desde el de uno de sus antepasados.
El pibe parece no ser precisamente optimista, pues no cuenta más que macarradas y líos bastante gordos, como su complejito de inferioridad latente y hasta la historia de unos antepasados que parecen no ser realmente los suyos (se ve entre líneas que hay un cura juguetón metido por ahí, pero el autor, Laurence Sterne, deja la interpretación en manos del lector, que para eso la vida valía menos que una tacita del Ikea en aquella época).
El caso es que nuestro protagonista, el señor Shandy, es un liante de los buenos y un cínico histórico; durante toda la novela, que se centra poco en el narrador y más en un montón de anécdotas y personajes secundarios que el escritor se va sacando magistralmente de la chistera, luce en el negro sobre blanco la visión pesimista de una existencia donde nada parece tener mucho sentido. ¿Para qué voy a pelear por algo, aunque sea moralmente incuestionable, si sé de sobra que no voy a conseguir nada? Es como pretender sacarte una astilla enorme del corazón cuando ya sientes la sangre humedeciéndote las paredes del intestino.
Estos días, después de escuchar algunas de las intervenciones de Isabel Rodríguez, la ignominiosa ministra de Vivienda, me he acordado mucho del libro y de su tono irónico y pesimista; ese tono tan característico y tan doloroso que nos atraviesa a los chavales que nos vemos tirados sin casa ni futuro, con una mano delante y otra detrás porque ni siquiera hay pasta para unos pantalones con bolsillos: aun así, bromeamos incluso de esto, aunque sea enseñando todo el rato nuestros dientecitos negros.
Cada día tengo más claro que el problema de la vivienda es irresoluble: quizá no por una cuestión técnica, sino por una cuestión humana. Y sí, me estoy refiriendo a la peor de las cuestiones humanas: la voluntad. No hay ni un solo atisbo de voluntad de arreglar esto; no se quiere que el precio de la vivienda baje porque claro, si eso pasa, los ahora propietarios perderán pasta y eso no se puede permitir: prefieren deglutar la sociedad con sus pueriles bolos existenciales antes que salvar la vida de una generación que vive con la puta ansiedad de estar a una mala jornada laboral y diez minutos de empanamiento de perder la habitación en el piso eternamente compartido (y esos mismos que dicen querer arreglarlo son los peores: recuerda, lector, aquella noticia publicada en este diario donde se detallaban las propiedades inmobiliarias de Sus Señorías).
La verdad, he llegado a un punto de cinismo y asqueo que dejaría a Tristam Shandy como un soñador inmaduro; no creo en nada, no tengo esperanzas de nada, no escucho a nadie. Solo me cabe la resignación fatal y el humor irlandés vastísimo ante una situación que ni yo ni ninguno de los afectados podemos revertir: solo podemos hacer mucho ruido, y quizá no siempre de buen rollo, hasta que os deis cuenta de que vosotros, los que acumuláis viviendas como si fueran frutas, nos estáis jodiendo la vida; jodiendo a unos niveles inimaginables, en serio, mientras el Estado y las autoridades miran para otro lado como los cómplices sin escrúpulos que son.
Dadle una vuelta, anda, antes de que sea demasiado tarde y nos volvamos tan, pero tan cínicos como aquellos irlandeses del siglo XVIII a los que la vida les importaba lo mismo que una tacita del Ikea.
Comentarios
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