La vida no imita al arte, sino a la mala televisión, decía Woody Allen. A veces imita a la buena televisión y el cine bueno, siendo ella —la imitación— la mala copia. El padrino —buena película, una de las mejores— no imitaba a la mafia, sino que era una recreación idealizadora con poco que ver con la mafia real. Fue esta, después, la que empezó a imitar a El padrino. Los muchachos de la Cosa Nostra empezaron a llamarse don y cosas de esas solo después del éxito del filme de Coppola, pero careciendo de la elegancia perturbadora de Vito Corleone. La mafia real no es elegante: es cutre, hortera, sórdida, kitsch.
En otras ocasiones ocurre que no se distinga la ficción de la realidad. Esto ha pasado siempre. Ocurrió, por ejemplo, en el siglo XIX con novelas antisemitas que, aunque no ocultaran su condicción de obras de ficción, eran digeridas como crónicas periodísticas por los enemigos del judaísmo, que las esgrimían como prueba de sus denuncias: así, por ejemplo, la popular Biarritz, de Hermann Goedsche, publicada en 1868 y donde se novelaban unas reuniones de judíos en el cementerio del gueto de Praga, en donde urdían la conquista del mundo. Era un relato ficticio, como tal se presentaba, pero los nazis la utilizarían décadas más tarde como evidencia de la conspiración judía mundial, junto con libelos como el tristemente célebre Los protocolos de los Sabios de Sion.
En tiempos de vesania se produce una suerte de disolución cognitiva, la ficción se vuelve realidad y la realidad ficción, y a la maquinaria del bulo homicida, cualquier gasolina le sirve. Hoy vemos a Donald Trump explicitando su deseo de llevar a la práctica la premisa de La purga, una película de terror distópica del año 2013. En ella se pone en escena un Estados Unidos futuro —año 2022— en el que la Nueva Fundación de los Padres de América ha implantado la llamada «purga anual», una noche anual en la que es legal cometer cualquier clase de crimen e incluso el asesinato, sin tener que responder ante la justicia. Trump propone un «día realmente duro y desagradable» o «una hora dura» para terminar de una vez por todas con la delincuencia en el país.
Alonso Quijano perdió la cordura de tanto leer novelas de caballerías, y hoy hay quien la pierde de ver determinadas series o películas. Hemos visto a políticos y spin doctors con el seso reblandecido de tanto maratón de Borgen y House of cards y también trumps y trumpistas que quisieran hacer real El cuento de la criada, previa realización de La purga. Son tiempos para tener cuidado con lo que se ficciona, incluso si uno piensa que la intención paródica, denunciatoria o simplemente imaginativa del libro que escribe o la película que rueda son evidentes o un corsé que impida que determinado público los reciba como inspiración no irónica. Como dice siempre Pedro Vallín, «el literalismo, o incapacidad para comprender la hipérbole, la metáfora, la sinécdoque, la ironía, el sarcasmo, la comedia o cualquier uso figurado del lenguaje, es la forma que toma el analfabetismo contemporáneo». En nuestro país ha habido analfabetos contemporáneos que clamaban contra la serie Aída acusándola de apología del racismo, debido al personaje, evidentemente paródico, de Mauricio Colmenero; pero es que también había contemporáneos analfabetos que admiraban al dueño del bar Reinols y empezaron a dedicarse a imitarlo, llegando a incorporar sus chascarrillos xenófobos —los machupichus, etcétera— al castellano coloquial.
La purga puede ocurrir, Gilead puede suceder. Podía suceder antes de que Margaret Atwood escribiera su novela y Netflix la convirtiera en una serie de éxito, y por eso existieron estas; pero lo que se escribe y se rueda pretendiendo evitar que ocurra el horror puede ser también un acicate, una inspiración para aquellos que quieren perpetrarlo. No por ello hay que dejar de crear ficciones que imaginen otros mundos posibles, los buenos y los malos, ni exigir responsabilidades penales o morales a sus autores si la cosa se desmadra en sentidos no previstos ni deseados por ellos. Pero tampoco desentenderse de esa posibilidad, sino tenerla presente, prevista en lo posible, permanecer alertas ante ella. En tiempo que también es aquel en el que, como dice Gonzalo Fiore, «ya no hay cosas inverosímiles», Sauron, los caminantes blancos de Juego de Tronos, los fascistas de Gilead, los asesinos de La purga, pueden emerger de la pantalla en cualquier momento, corporeizados como los demonios de la tele de Poltergeist. Quizás ya estén aquí.
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