Si hay un oficio compartido entre todas nosotras no es el de cuidadora (ojalá, quizás, si todo el mundo cuidara un poco más, el peso no solo recaería sobre espaldas racializadas, feminizadas y, sobre todo, cansadas), sino el de empresario de uno mismo. Todas somos el jefe (en masculino) de los recursos humanos de nuestro propio Yo. En muchos de esos pequeños equipos dedicados a gestionar la fuerza de trabajo hay unos pequeños pero poderosos elementos: los psicofármacos. De hecho, hablar de los psicofármacos como un elemento clave en la gestión de la fuerza de trabajo nos obliga también a hablar sobre la fuerza de trabajo emocional.
Lo que algunos autores cis y blancos llaman ahora capitalismo afectivo (el obligar a los trabajadores a usar sus emociones y afectos en el desempeño de su trabajo como parte de un nuevo tipo de capital) es algo que lleva caracterizando el trabajo feminizado desde que el capitalismo es capitalismo. La sonrisa imperativa se vuelve universal, pasando de un "sonríe que estás más guapa" (que sigue vigente) a un más expandido ¡Sonríe, sé más productivo!
Desempeñar nuestro trabajo rápida y eficientemente ya no es suficiente, debes hacerlo feliz y desear tu trabajo. Esta manipulación del deseo en aras de adorar el trabajo se observa en las diversas formas en las que diferentes discursos sitúan al trabajo (productivo y remunerado) en el centro de toda actividad vital e identidad: Trabajar diez horas al día y así tener un día libre más a la semana para poder consumir, estar de baja y trabajar a la vez porque ser productivo aporta felicidad, retrasar la edad de jubilación porque sin trabajo no eres nadie. Ojalá estas fueran ocurrencias de un sketch sacado de la ya extinta Muchachada Nui, pero no, son los mensajes que se esconden tras las trasnochadas propuestas de políticas públicas que azotan lo cotidiano. Parece entonces que, como ya apuntaba Sara Ahmed, el concepto de felicidad que nos muestran como deseable está vinculado a la capacidad de producir, de ser funcionales.
En este sentido, podemos ver que las privatizaciones hace tiempo que dejaron de reducirse a los servicios públicos para atravesar las superficies porosas de nuestra piel y establecerse en nuestras psiques. Estas políticas públicas se infiltran en lo privado y lo íntimo mucho más de lo que nos gustaría, y no porque neguemos que "lo personal es político", sino porque en esa pretensión de gestionar cuestiones como la productividad desde un prisma de lo individual, se invisibilizan las causas sociales y estructurales que condicionan el cómo nos sentimos. Porque claro, lo que interesa ahora es la relación que existe entre cómo me siento y cuánto de productivo tiene ese estado de ánimo.
Esta privatización e individualización del estado de ánimo se entremezcla con relato del esfuerzo, la meritocracia y el "si quieres, puedes" que son discursos que privatizan el éxito y el fracaso y, de este segundo, siempre se desprende la culpa. La culpa ante el fracaso social y económico se ata a nuestros pies como si se tratara de un plomo que decidimos ponernos a nosotras mismas. Como cuenta La URSS en su canción Técnicas privadas de dominación: "la intimidad es gestión/ y colonialismo de interior".
La privatización de la culpa esconde las causas sociales de nuestro fracaso: nuestro código postal, nuestro apellido o el nombre del colegio al que fuimos se encuentran entre ellas. Si la culpa es privada, también lo es la pseudo-solución que nos dan para combatir sus síntomas, los cuales, son muchas veces diagnosticados bajo las etiquetas de ansiedad o depresión. La taza de café que reza "tú puedes ser tu propio jefe" es el contenedor perfecto para el café con el que bajas el ansiolítico o el antidepresivo de turno que busca acabar con los síntomas del fracaso social que es necesario que afecte a muchas para que pueda darse el éxito de unos pocos.
Esta semana, el diez de octubre, se celebra el día Mundial de la Salud Mental. Oiremos a mucha gente alabar el hecho de que la conversación sobre salud mental se haya abierto, pero quizás deberíamos fijarnos más en el nivel de la misma. Que crezca o se expanda la conversación sobre un tema no requiere necesariamente que se eleve el nivel de dicho diálogo, de hecho, el diálogo a veces ni se da. En las conversaciones sobre salud mental, una de las grandes frases que se lanza es "necesitamos más psicólogos" (en masculino). No niego las bajas cifras de contratación y la desesperación de las compañeras que se presentan al PIR año tras año con una esperanza cada vez más destruida: somos unos de los países con menos psicólogas per cápita. Pero aumentar el número de personas que ejercen la psicología debe ir acompañado de un nuevo paradigma sobre el concepto de salud mental.
El paradigma que marca que algo está sano o enfermo es bastante dudoso. Un buen ejemplo de cómo hasta el concepto de salud está impregnado de ideología es la correlación estricta que se hace entre peso y salud. Cuando una persona con sobrepeso se presenta en la consulta de un médico, todas sus dolencias, automáticamente, quedan subsumidas a su peso: "lo que tienes que hacer es perder unos kilitos". Sin embargo, la aparición de una persona delgada siempre está ligada a una idea de lo saludable. Solo se ponen en tela de juicio los hábitos de la gorda, mientras que los de la delgada se entienden como saludables. Puedes meterte coca y fumar tranquila.
Algo parecido ocurre con la salud mental, un término que, por otro lado, usamos para referirnos precisamente a la falta de esta. ¿A qué nos referimos con este concepto? España es el país con mayor consumo de benzodiacepinas del mundo, un psicofármaco recetado para síntomas como el insomnio o la ansiedad. ¿Quiere decir esto que hay un gran porcentaje de la sociedad española que está enferma? Más allá de la crítica a que los psicofármacos llevan décadas distribuyéndose de manera descontrolada, cabría plantearse otra cuestión ¿Estamos patologizando el malestar? ¿Estamos llamando enfermas a personas que han sido excluidas de una u otra manera de un sistema que está diseñado y funciona gracias a la exclusión de muchas?
La patologización de las mujeres que no seguían la heteronorma fue una constante en los estudios sobre histeria, al igual que seguimos viendo una clara patologización de la comunidad LGTBIQA+, las personas racializadas y, de nuevo, las mujeres. Este proceso de patologización de lo que queda excluido a la fuerza afecta, cada vez más, al conjunto de la clase obrera. En este sentido, si queremos plantear la conversación sobre salud mental desde los servicios públicos, deberíamos hacer la siguiente reflexión. Primero, los psicofármacos tienen efectos secundarios devastadores, por ejemplo, los antipsicóticos reducen la esperanza de vida y producen daños cognitivos y los antidepresivos generan adicción y mayores síntomas depresivos a largo plazo. Sabiendo que el sistema médico actual cae en el sobrediagnóstico y la sobremedicación, deberíamos plantearnos qué condena estamos imponiendo a la clase obrera desde los sistemas públicos de salud. Si la solución a los síntomas de la precariedad son los psicofármacos y los diagnósticos, estaremos, en muchos casos, patologizando la precariedad. No estoy negando aquí lo beneficioso de una medicación puntual y controlada en un momento de crisis, sino el paradigma que sistemáticamente patologiza el malestar que produce un sistema que nos quiere felices para poder producir.
La patologización a través de la privatización se hace visible en cómo utilizamos palabras provenientes de manuales de psiquiatría para dar nombre a nuestras emociones. Desasosiego se convierte así en ansiedad y frustración o desidia en cuadros depresivos. Esta tendencia también ha estado presente en cómo denominamos los malestares capitalistas. No, no se trata aquí de abogar por el manido eslogan de "lo que necesitas es un sindicato y no un psicólogo", sino de analizar las causas políticas de nuestras tristezas, desidias e incertidumbres.
Ante la privatización del fracaso, lo que necesitamos son servicios públicos de calidad que pongan sobre la mesa las causas estructurales de nuestro malestar. La falta de vivienda y de condiciones dignas para trabajar y la imposibilidad de conciliación son formas de violencia económica que acaban haciendo mella. La manera en la que ese malestar se manifiesta a través de síntomas no indica la presencia de una enfermedad y, por lo tanto, la necesidad de un diagnóstico y un tratamiento farmacológico. Nuestros síntomas son precisamente las señales de un conflicto, no uno que se da debido a desequilibrios químicos, sino un conflicto inherente a un sistema que genera desigualdad. Sin embargo, los psicofármacos atados a diagnósticos y los mensajes motivacionales acaban no sólo por privatizar el malestar, sino que además castigan que podamos sentir ira, furia, tristeza, desidia o ansiedad ante un sistema que genera estas emociones. Esto es a lo que yo llamo: la política del malestar.
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