En el Museo del Mundo Maya de Mérida (México) hay un gráfico que muestra la evolución de la población de la Península de Yucatán. En 1521, cuando llegaron los españoles, vivían 800.000 personas. La población no se recuperó hasta el siglo 20, más de 400 años después de la conquista. Pocos genocidios han sido más efectivos que el exterminio sistemático por parte de los invasores españoles de los pueblos de América Central y del Sur... y pocos siguen siendo celebrados al más alto nivel, como se hace en España cada 12 de octubre.
Las últimas semanas se ha reabierto la polémica a raíz de la decisión de la nueva presidenta de México, Claudia Sheinbaum, de no invitar al rey a su toma de posesión, después de que Felipe VI se negara a contestar una carta donde el predecesor de Sheinbaum le solicitaba que pidiera disculpas por los crímenes de la conquista. No era una demanda tan descabellada: varios jefes de Estado han pedido perdón por hechos del pasado en nombre de sus países, desde el Papa hasta los presidentes de Francia y Alemania. Pero el monarca español, que recibió el apoyo de Pedro Sánchez, ni se dignó a responder. El debate abierto ha tenido momentos tan esperpénticos como la presencia en un programa de Televisión Española de un pseudohistoriador vestido con una camiseta de Hernán Cortés.
Resulta sorprendente que todavía se relativice públicamente la gravedad de un genocidio que acabó con más del 90 por ciento de la población, según los cálculos del historiador H. F. Dobyns. El simple negacionismo de sectores ultraconservadores convive con un relativismo mucho más extendido, como el que da similar importancia a los millones de muertes y a excepciones como el puñado de sacerdotes que intentaron proteger a la población indígena, como Bartolomé de las Casas.
La pervivencia de las mentiras históricas sobre la conquista de América en el discurso público de nuestro país solo se entiende por el trabajo que ha hecho durante siglos el nacionalismo español para retorcer los hechos hasta construir el actual relato. En esto, España no es una excepción respecto a otras antiguas potencias coloniales, como Francia o Inglaterra. Quizás sí lo es la debilidad del cuestionamiento público de la versión oficial. La presencia de casi todas las fuerzas políticas españolas, incluidas las de izquierda, cada año en las celebraciones del 12-O es solo un ejemplo de la hegemonía que todavía mantiene la visión relativista sobre el genocidio.
España ha avanzado mucho en la memoria histórica de la Guerra Civil y el franquismo. No podemos decir el mismo en relación con la invasión de América, una diferencia que muestra cómo de imbricados están todavía el colonialismo y el esclavismo en la memoria nacional española. El movimiento memorialista de la guerra civil nos ha enseñado que la memoria histórica no va solo de honrar las víctimas y satisfacer las legítimas demandas de verdad, justicia y reparación de sus seres queridos: también tiene que ver con recuperar la verdad histórica y enseñarla para no repetir los horrores del pasado.
En el caso del colonialismo es muy clara la conexión entre memoria y presente. Millones de personas procedentes de antiguas colonias españolas viven ahora aquí. Si se han visto obligadas a migrar es porque sus países están empobrecidos por siglos de saqueo colonial y poscolonial por parte de España, otras potencias como Estados Unidos y por gobiernos nacionales herederos de los colonizadores europeos.
Seguir relativizando el genocidio o negar la relación histórica de dominación entre España y América Latina es un insulto a las personas de origen latinoamericano que viven en España y contribuye a legitimar el creciente racismo. ¿Cómo puede haber igualdad cuando el discurso oficial niega el sufrimiento de los antepasados de una parte de la población?
Muchos Estados latinoamericanos han resignificado el 12-O como Día de la Diversidad Cultural (Uruguay), de la Descolonización (Bolivia) o de la Resistencia Indígena (Venezuela y Nicaragua). Ojalá las instituciones y la sociedad española también tuvieran la valentía de revisar sinceramente nuestro pasado y atreverse a reivindicar que un país democrático no se tiene que inspirar en los genocidas, sino en quienes les hicieron frente.
Comentarios
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