Willy Loman, el vendedor de Muerte de un viajante, estuvo cerca de destrozar las vidas de sus hijos cuando ciego de soberbia y endiablado de arrogancia se negó a reconocer ninguno de sus errores. Se creía más de lo que era; se pensaba mucho más grande e importante que cualquiera en los años y años y años posteriores o anteriores, y así le pasó: a punto estuvo de arruinar todo su legado, un regalo importantísimo, adquirido casi por derecho natural, que es más de quien lo recibe que de quien lo da.
Esa cosa, el legado, es uno de los mayores tópicos en la historia de la literatura; y no, no hablo del legado material, de las casas o propiedades o cuentas gordísimas que deje alguien a sus descendientes, sino del legado moral en el sentido que abrazaría Aquiles en La Iliada, tremendo librito escrito hace veinte siglos, para que veáis que esto no es nuevo, al preferir morir blandiendo lo que considera correcto antes que habitar una vida larga e indecente. El legado que se cede debe ser siempre voluntario, nunca arrancado; uno debe decidir conscientemente qué quiere dejar a los demás, e incluso, si nos ponemos egoístas, cómo quiere ser recordado.
Pienso mucho estos días en mi hermana, una diecisieteañera genial que todavía no se ha acercado ni a la militancia ni a la política. Tiene ideas, claro, todos las tenemos, sin embargo, aún no ha tenido la oportunidad ni de articularlas ni de decidir cómo luchar por ellas, si es que quiere. Desde el pasado jueves, cada vez que intento ver todo este circo desde sus ojos, solo me sale arrancármelos con una cuchara de madera y sumergirme en el más rotundo nihilismo.
Iñigo Errejón ha sido acusado de abuso sexual y ha dimitido, todos lo sabemos; los tres principales partidos políticos por los que ha pasado, todos lo sabemos también, lo han escondido, ocultado o ignorado en mayor o menor medida por motivos electorales, y ahora que los han pillado, han elegido no hacer nada. Las dirigencias de estos partidos han decidido subirse a una ola de vergüenza ajena, asco común y proyección de sordidez desde la que tirarse los trastos a la cabeza mutuamente, hacer dimitir a nadies para intentar controlar el fuego y montar cursos feministas para sus dirigentes. Precioso todo, si me permiten la ironía triste.
Lo que no saben ninguno de estos tres partidos es que están muertos. Para ellos, el juego se ha acabado. Cada nuevo y nauseabundo movimiento táctico que hacen para intentar salvar sus particulares situaciones es un metrito de profundidad más en los agujeros sin honores en los que serán enterrados; ya es tarde, ya no hay nada que hacer, ya no hay salvación; Podemos, Más Madrid y Sumar están condenados a desaparecer, eso es un hecho, aunque todavía no entiendan la gravedad de la situación – porque no la entienden, no – y crean que pueden hacer algo para remediarlo. Y hay algo que pueden hacer, sí, pero no por ellos, sino por su legado.
Si no quieren ser recordados como unos encubridores y mentirosos que ni siquiera se atrevieron a decir que había fuego en la casa cuando el edificio ya estaba calcinado, deben contar la verdad y dimitir de una santa vez; si quieren que mi hermana de diecisiete años, al pensar en sus nombres y en el 15M recuerde alguna de sus conquistas institucionales y sienta quizá un último brote de dignidad, deben dejarse de fariseímos de anuncio de Spotify y contar de una santa vez, pero esta vez de verdad, quién sabía qué exactamente y quién estuvo implicado. Y luego, morir en paz – o sea, dimitir –.
¿Cuál es la otra opción? ¿Agarrarse a la mierda de los sillones y cargos intermedios unos mesecitos más, quizá hasta que dejen el espacio político y su propia dignidad convertidos en ese deshecho gris que ni siquiera los buitres se quieren comer? ¿Es esa la estrategia, sembrarlo todo de sal y que no crezca nada más tras ellos? ¿A nadie, en serio, le queda un ápice de dignidad, o aunque sea de inteligencia, con la que tratar de dejar algo bonito para los que vengan después? ¿Tantísimo endulza el poder, tantísimo frío hace fuera de su tripa?
Estamos perdidos, joder.
Comentarios
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