Otras miradas

Un militante dos votos, por lo menos

José Andrés Torres Mora

Diputado socialista

José Andrés Torres Mora
Diputado socialista

Frente a lo que algunos piensan, el debate interno que se está produciendo en el PSOE no es entre posiciones de izquierda y derecha. No nos enfrentan a unos socialistas con otros las políticas de sanidad, educación, fiscal o laboral. En torno a nuestras políticas los socialistas tenemos un consenso bastante grande. Lo que nos enfrenta, y por eso este proceso es tan apasionante y doloroso, no son las políticas, sino la política. Lo que está en juego es la identidad política del PSOE. La fuerte convulsión interna que sufrimos los socialistas tiene que ver con la presencia en el seno de nuestra organización de un cuerpo extraño a nuestros valores e ideología: el populismo.

Hay personas que son populistas, pero creen que son demócratas. En parte es comprensible, porque ambos, populismo y democracia, tienen la misma fuente de legitimidad: el pueblo. O las bases. El populismo es la democracia sin instituciones. El populismo afirma que cumplirá hasta sus últimas consecuencias la promesa de la democracia: el gobierno directo del pueblo. O de las bases. En la práctica, sin embargo, el populismo se concreta en la concentración de todo el poder político en un líder carismático que, supuestamente, aúna sabiduría, honestidad y voluntad, y que se pasea por las calles nacionalizando, a ojo de buen cubero, las propiedades de la pequeña burguesía venezolana, o disolviendo los órganos de representación democrática de las federaciones socialistas sin más garantías legales, en uno y otro caso, que las supuestas buenas intenciones del líder. Siempre, por supuesto, con el aplauso de un pueblo o unas bases, que nunca son ni todo el pueblo, ni todas las bases. De modo que cuando aquí hablo de populismo me refiero a esa forma de la política, y no a si el líder usa un lenguaje más o menos llano a la hora de hablar, o si va con camisa remangada, o regala relojes. Esto último pueden ser técnicas de mercadotecnia, pero el populismo de verdad es otra cosa, es una forma de autoritarismo que cuenta con el respaldo del pueblo o de las bases, según se trate de la sociedad o del partido.

En el PSOE se ha extendido la consigna "un militante, un voto" como la máxima expresión de la democracia interna. Defenderé aquí que más democrático que "un militante un voto" es "un militante dos votos, por lo menos". Pierre Rosanvallon, en su excelente libro El buen gobierno, sostiene que para los populistas no puede haber dos expresiones legítimas y simultáneas de la voluntad popular. Si el pueblo ha elegido a un presidente directamente, sostienen los populistas, entonces el Parlamento no tiene nada que decir. Sin embargo, el Parlamento también ha sido elegido directamente con el voto de los ciudadanos. ¿Es una casualidad o un error que existan dos expresiones legítimas y simultáneas de la voluntad de los ciudadanos? Ni una cosa ni la otra. La democracia es una institución política algo más sofisticada que la mera sustitución de la guerra por el recuento de votos. Lo que, por cierto, es un gran avance.

La democracia es, por un lado, un mecanismo de autorización. Con nuestro voto autorizamos a determinadas personas para que nos gobiernen, pero las sociedades democráticas siempre se cuidaron de convertirse en tiranías electivas. De forma que, además de la democracia de autorización, instituyeron una democracia de control, y de oposición, a quien gobierna. Votamos para elegir quién nos gobierna, y votamos para elegir quiénes han de controlar a los gobernantes. Lo cierto es, además, que ni el pueblo gobierna directamente, ni controla directamente. Los populistas saben bien lo primero, y delegan el gobierno en un líder, pero se resisten a aceptar lo segundo, y prometen que el pueblo será quien controle, directamente, al líder y a los delegados del líder.

Quienes sostienen la consigna de "un militante, un voto", no están proponiendo un avance, sino un retroceso en la democracia interna en el seno del PSOE. Quieren que nos quedemos con el voto con el que autorizamos al líder a gobernarnos, pero que renunciemos al voto con el que elegimos a quienes controlan al líder. Hasta ahora, además del voto en primarias para elegir a la persona que liderará el partido y a la que encabezará la candidatura socialista a la presidencia del gobierno, los militantes votan al comité de su agrupación, a los representantes de su agrupación en el Comité provincial, o regional, y a los delegados a los congresos provinciales, regionales y federal, y a través de estos últimos, a los representantes en el Comité Federal, además de a los miembros de la Comisión Ejecutiva Federal. Toda esa arquitectura institucional no es una casualidad, ni un error, sino una decisión consciente de los partidos socialistas, socialdemócratas y laboristas, que los liga a principios democráticos de matriz liberal o republicana, también en su organización interna.

Nuestra manera de organizarnos responde a una decisión tomada firmemente por el socialismo democrático después de la Segunda Guerra Mundial, y que nos alejó de esa otra izquierda que, de una forma u otra, sigue atada al espíritu de Robespierre. Los dos votos, el de autorización y el de control, sirven, entre otras cosas, para impedir que un líder elegido democráticamente se comporte como un tirano. La legitimidad que da la democracia de elección no basta. Para que un liderazgo sea democrático, además de serlo por elección, deberá serlo por ejercicio. Y para eso tenemos estructuras institucionales que garantizan un sistema de controles y contrapesos. Hace mucho tiempo que los demócratas, liberales y republicanos, entendieron que el mejor líder, el más sabio, puro y bien intencionado, actuará como Maduro, Putin o Erdogan, si tiene la menor oportunidad y cuenta con el aplauso de una parte de su sociedad muy movilizada. Ese aplauso, la complicidad de ciertos medios de comunicación, el temor de muchos compañeros y el apoyo entusiasta de otros, fue lo que permitió al anterior secretario general del PSOE, y ahora de nuevo candidato, destituir y tratar de deshonrar al secretario general de los socialistas madrileños, y disolver la ejecutiva regional y el Comité Regional de Madrid. En lo primero, en la destrucción de un compañero, sin atenerse a ningún procedimiento con garantías públicas, está la expresión de una disposición moral, además de política. La disolución de un órgano al que pertenecían quinientos representantes de las agrupaciones socialistas madrileñas es una evidente manifestación de populismo, que una parte del PSOE ha avalado, abriendo la puerta, consciente o inconscientemente, a que algo así pueda repetirse en el futuro. La democracia no es un régimen establecido para imponer el dominio de la mayoría, sino, precisamente, para garantizar la libertad como no dominación. Eso, por cierto, en la tradición del pensamiento político se llama republicanismo.

El federalismo es otro de los instrumentos democráticos para evitar que se constituya un poder autoritario. Los socialistas elegimos democráticamente tanto los órganos federales como los órganos de las federaciones, y regulamos la interacción entre ambos. La disolución del Comité Regional de Madrid es lo mismo que el anterior secretario general, y ahora candidato, hizo, de facto, con todos los órganos federales de control y representación interna, cuando presintió que había perdido la mayoría en los mismos. Lo hizo aprovechando, además, elementos del pensamiento político de otras latitudes. Incluso le vino bien la evolución de un lenguaje que degradaba, inicialmente casi en broma, las federaciones a feudos, y sus secretarios generales a barones, por más que hubieran sido elegidos tan democráticamente como él. Las metáforas las carga el diablo. Hoy, en alguno de los territorios aparentemente más federalistas, descubrimos un fuerte apoyo a un candidato a la secretaria general dispuesto a deslegitimar cualquier poder que no sea el del centro. Concretamente, su poder personal. Los que dicen que nadie puede toser a un secretario general elegido por la militancia están pensando en un tipo de liderazgo que no es el propio de un partido democrático.

Me gusta mucho más un PSOE en el que un militante tiene dos votos, por lo menos, y los dos igual de legítimos, que un PSOE en el que un militante tiene un solo voto. Por desgracia, hace mucho tiempo que los socialistas dejamos de preocuparnos por nuestra propia formación, y hoy uno se encuentra a compañeros que han tenido, tienen, y aspiran a tener, altas responsabilidades políticas, que son populistas, pero no lo saben.

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