Otras miradas

Con la música a otra parte

Max Pradera

Máximo Pradera

Como si no nos hubieran ya dado suficientes motivos para aborrecerlos, los salafistas, que constituyen el brazo más fanático del Islam, también odian la música. No solo la occidental, ¡ojo!, cualquier tipo de música, desde los empalagosos maullidos de Justin Bieber a los melismas fascinantes de Khaled. Ya esté tocada con sintetizador o con laúd árabe, cantada en inglés o en arameo, los imanes salafistas decidieron (tras la toma de Raqqa por parte del Estado Islámico en 2013), que la música es haram, es decir, un placer prohibido para el hombre. La palabra harén viene de haram, porque solo el marido tiene acceso al área de la casa donde los musulmanes recluyen a sus mujeres.

El musicólogo, guitarrista y compositor Luis Velasco–Pufleau explica muy bien en sus escritos hasta qué punto es arbitraria la prohibición de escuchar música, que no figura en el Corán y está basada únicamente en palabras atribuidas al Profeta, llamadas hadiths. El versículo 6 de la sura (capítulo) nº 31 del Libro Sagrado de los mahometanos dice:

Hay algunos que compran historias ridículas para apartar a los hombres del camino de Alá y burlarse de él. Estos recibirán un castigo humillante. 

¿Dónde se menciona la música en este verso del Corán? En ninguna parte. Los imanes más fanáticos interpretan el Libro Sagrado a su antojo para hacerle decir cosas que en realidad no dice.

Para empezar, el castigo que el Estado Islámico impone a los que quebrantan la prohibición de oír música es la muerte. Pero el Corán no habla de ejecución, solo de castigo humillante (como embrear a alguien y llenarlo de plumas o hacerle montar en camello con la cara orientada hacia el culo del animal). Cualquier musulmán medianamente instruido sabe que el origen de este versículo es el siguiente: cuando Mahoma iba predicando la palabra de Dios por las aldeas, los coreiscitas (tribu rival) se comportaban como auténticos revientamítines, y contrataban los servicios de cuentacuentos y cantantes para impedir que el Profeta soltara sus sermones. Lo que el Corán prohibe es solo usar la palabra (hablada o cantada) para vulnerar el derecho a la libertad de expresión del otro, un precepto que está recogido (con una formula jurídica y no religiosa) hasta en el Artículo 20 de nuestra Constitución.

El salafismo se agarra a la frase apartar a los hombres del camino de Alá para concluir que la música es desconfiable porque al ser capaz de elevarnos por encima de la cotidianidad y de cambiar en un instante nuestro estado de ánimo, alivia la mente de cualquier pensamiento que nos torture u obsesione.

La música interrumpe (para bien) nuestro monólogo interior y (al menos durante el tiempo que dura el concierto) consigue que el musulmán se olvide de las consignas militares o políticas con las que los gurús del Estado Islámico le lavan el cerebro a diario.

Además, el EI considera (también de manera arbitraria) que toda la música juega a favor del sistema (el poder y la sociedad de consumo capitalista) y convierte a los jóvenes en criaturas acomodaticias, sin capacidad de crítica ni fuerza para rebelarse ante una sociedad que los adormece con guateques y dinero. De ahí que varias de las  matanzas de los integristas hayan estado dirigidas contra discotecas y salas de fiestas (Estambul, París y Manchester).

Nada nuevo bajo el sol: ya los griegos (los de Platón, no los de Varoufakis), consideraban que determinados instrumentos como el aulós (una especie de oboe doble) o ciertos modos (escalas) musicales como el Jónico o el Lidio eran inmorales, en el sentido de que desataban los bajos instintos, especialmente de los jóvenes, y debían ser cuidadosamente evitados.

La Iglesia Católica, después del Concilio de Trento, también se hinchó a vetar practicas musicales de todo tipo (los papeles femeninos por ejemplo, tenían que cantarlos los castrados) y estuvo incluso a punto de cargarse la polifonía renacentista, porque la curia decía que no se entendían sus mantras. Ya saben, el Credo in Unum Deum y otros dogmas tan cerriles como los haram del EI.

Por no hablar de la España de Franco, en la que llegó a haber un índice con más de cuatro mil canciones prohibidas: no se podían radiar ni tocar en concierto.

Mari Trini intentó en cierta ocasión desafiar la prohibición, pero se topó de bruces con un Gobernador Civil que no quería que interpretara, por demasiado subida de tono, la canción Cuando me acaricias.
–¿Pero dónde está lo verde? – preguntó atónita la cantante,
–¡Ja! ¡Encima se hace la tonta! – le dijo el franquista– Cuando la lluvia cae, se funde el hielo. ¡Es repugnantemente obsceno!

Más Noticias