Otras miradas

La banalidad del mal y la deriva política de la derecha española

Francisco J. Leira-Castiñeira

Universidade de Santiago de Compostela y de la University College Dublin. Autor de Soldados de Franco. Reclutamiento forzoso, experiencia de guerra y desmovilización militar (Siglo XXI España, 2020)

En abril de 1961, la filósofa Hannah Arendt cubrió el juicio contra Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS y principal responsable de las deportaciones masivas de judíos a los campos de concentración. Cuando Eichmann llegó a Jerusalén, multitud de personas acudieron a verlo en directo, y el juicio fue retransmitido por televisión. Se convirtió en un auténtico evento nacional para Israel. La sociedad esperaba encontrarse un individuo malvado, ideológicamente convencido y con una clara psicopatía social. En el fondo, querían (y necesitaban) ver en él al mismo diablo.

Sin embargo, Arendt, no sin trabas por parte de alguno de sus compañeros, se encontró con un hombrecillo gris. Un verdugo, con todas las letras, pero alejado de la imagen perversa que el simbolismo alrededor del Holocausto había creado. Eichmann era un burócrata que justificaba sus acciones alegando que era "lo que tenía que hacer", o que se trataba de "su trabajo". En su pensamiento, no consideraba que estuviese haciendo algo malo, a pesar de las sangrientas consecuencias que cada una de sus firmas desataba. Se escudaba en que era, como demostró en el juicio, un gran conocedor de la doctrina de la Iglesia judaica, y que buscó alternativas antes del envío masivo de judíos a los campos de concentración. No actuó movido por la locura ni la maldad, sino que era un eslabón de una cadena. Como es lógico, no es algo que excuse sus actos, pero no encajaba en el estereotipo de los nazis.

Aquí nace la tesis de la banalidad del mal, en la que la responsabilidad se diluye dentro de un sistema del que toda la sociedad alemana formó parte, de una forma más o menos activa. Sin embargo, tiene una doble lectura. Si Eichmann no estaba loco ni era un psicópata, ¿por qué participó en el exterminio, siendo plenamente consciente de las consecuencias que acarreaba? La respuesta es que aquello que diferenció el bien del mal quedó difuminado durante aquellos años. La lógica subyacente no solo era vista como algo normal, sino que también se veía como moderna y revolucionaria, algo que ya demostraron los especialistas sobre el fascismo de los años 30 del siglo pasado, Roger Griffin o Robert O. Paxton.

Algo similar está ocurriendo en Europa actualmente. Un pensamiento xenófobo, homófobo, machista y ultranacionalista se está generalizando, y cada vez son más sectores de la sociedad quienes lo abrazan. Se contempla como algo rompedor, políticamente incorrecto y, por lo tanto, subversivo o revolucionario. Asimismo, sus alegatos se presentan con un envoltorio similar a como percibió Arendt a Eichmann. Quienes lo sostienen no casan con el estereotipo del neonazi, lo que provoca que ese discurso de odio se convierta, aparentemente, en inofensivo. Al defenderlo, no se está atentando contra ciertas minorías, sino que se vela por una mayoría que se siente atacada sin haberlo estado nunca. Pero nada más lejos de la realidad, porque fomenta la expansión de esa atmósfera en la que cualquiera puede transformarse en un Eichmann y, sin haber hecho nada malo, ser partícipe y cómplice de delitos de odio.

En ningún momento afirmaré que Isabel Díaz Ayuso, Pablo Casado o Ignacio Camuñas (exministro y presidente del Foro de la Sociedad Civil) sean malas personas, porque no lo pienso. Transmiten sus ideas con buenas palabras, que suenan, a veces, atractivas, coherentes o intrascendentes, y que provocan risa, burla o memes. Sin embargo, debemos tomárnoslo en serio, porque legitiman las fobias. Los dos últimos han justificado el golpe de Estado contra la Segunda República, un régimen que ningún historiador serio asegurará que fue perfecto, pero que era el establecido, y una democracia equiparable a la francesa o británica de los años treinta. Calificar al Gobierno del Estado de ilegítimo pone en tela de juicio la misma democracia basada en la Constitución en la que tanto se amparan y por la que sus ancestros políticos de Alianza Popular votaron en contra o se abstuvieron. Que no hayan condenado en el Parlamento Europeo las medidas contra la homosexualidad del Gobierno húngaro de Orbán o el crimen homófobo (porque, Ayuso, la víctima tiene nombre) en A Coruña al grito de "maricón de mierda", de facto, lo justifica.

No reprobar la violencia de género, con actos vergonzosos como la última performance del histriónico Ortega Smith, llena de argumentos a los maltratadores. Se puede continuar con la campaña electoral de «Comunismo o libertad» de las elecciones madrileñas y los comentarios racistas reproducidos por la derecha tras la crisis migratoria. El formato al que se adaptan e, incluso, la apariencia pop de quienes los pronuncian los convierten, a ojos de muchos, en menos peligrosos de lo que realmente son, pero siguen siendo palabras que alimentan el caldo de cultivo en el que puede crecer la banalidad del mal.

Ya ocurrió en 1936. En aquella fecha, la cultura democrática y su proyecto aún no se habían asentado en España. En 2021, y tras todo lo que deberíamos haber aprendido del siglo pasado, no hay excusa para que la derecha pretenda mantener esa atmósfera antidemocrática en la calle y el Parlamento. Cuando un policía estaba asesinando a George Floyd, amparado en las alocuciones, aparentemente inofensivas y objeto de "memes", del presidente de Estados Unidos Donald Trump, la víctima se lamentaba de que no podía respirar. Espero que la derecha española encuentre el camino y abandone su discurso actual porque está empezando a crear un ambiente irrespirable para muchas "minorías" de este país.

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