Otras miradas

Mary Loly cenó gallina la noche que Franco cerró los prostíbulos

Andrea Momoitio

Mary Loly cenó gallina la noche que Franco cerró los prostíbulos
Gallina.- Pixabay

El 3 de marzo de 1956, el régimen franquista aprobaba un decreto para prohibir la prostitución. El ingreso de España en Naciones Unidas y la presión de ciertos sectores católicos empujaron un cambió que llevó al franquismo a aprobar unas medidas similares a las que se habían impulsado durante la II República. Así, decreto mediante, "velando por la dignidad de la mujer y en interés de la moral social", la prostitución se declaraba tráfico ilícito. La misma regulación recogía que la "reeducación y adaptación social" de las prostitutas correspondería al Patronato de Protección de la Mujer, que quedaba encomendado para la "creación, fomento y coordinación" de centros que debían procurar "colocar a sus acogidas en trabajos normales, propios de la condición de la mujer". Una vez más, las mujeres que ejercían la prostitución quedaban desamparadas por las instituciones, expuestas a la violencia de clientes y chulos y sometidas a la arbitrariedad de la policía. A partir de la aprobación de aquella norma, tenían tres meses para la clausura y el desalojo de los prostíbulos.

Mary Loly estaba entonces trabajando en Santander. La mujer no se llamaba así, pero ese fue el nombre que le puso José Ramón Saiz Viadero cuando publicó un libro en el que narra muchas de las conversaciones y encuentros que tuvieron aquellos años: "Algún nombre había que darla para poder disfrazar lo suficiente su personalidad". No quería que sufriera las consecuencias de la "indiscreta publicación". La publicación es indiscreta, sí; y la prostitución es una práctica estigmatizada.

En junio de 1976 se publicaba Conversaciones con la Mary Loly, un libro imprescindible para conocer cómo era la prostitución en España durante el régimen franquista. Quizá protegida por el pseudónimo o, quizá, simplemente, animada por la posibilidad de narrar cómo era su vida, Mary Loly ofrece un relato impagable. Tras dedicarse, durante años, a moverse por distintos territorios del Estado español trabajando como prostituta, decidió asentarse en Santander.

Vivía ya en la capital cántabra cuando llegó la noticia de la aprobación de la nueva norma: "Fueron malos días, malos, con todo lo beneficioso que parecía aquel Decreto. Las chicas se desperdigaron, aunque algunas se quedaron de pensión en la misma casa", cuenta. Mary Loly –que no tuvo a bien inventarse un apellido y queda relegada a su nombre de pila durante todo el libro– narra unos días confusos en los que nadie sabía exactamente qué estaba pasando ni qué iba a pasar. Según su testimonio, algunos policías trataron de calmar los ánimos asegurando que su situación mejoraría sustancialmente con la aprobación de la nueva legislación.

Algo sí cambió: "Hubo un aumento en la consideración de nuestro trabajo, por lo menos en el rendimiento por servicio. De tres duros que cobrábamos entonces, se puso a cincuenta pesas en unos días. Claro, que no todo era tan fácil, porque estaba la inseguridad, trabajabas volada, temiendo que la pasma te echara el guante o que algún gamberro se llevara lo que tenías encima o te dejara en pelotas en la calle". Los mismos miedos, por cierto, que relatan hoy muchas mujeres prostitutas.

Llegó el día.

Mary Loly compró unas gallinas sin saber que habían sido robadas de la huerta de su madre para cenar aquella noche. Invitaron a "amigos de confianza, las chicas trajeron cada una a su hombre" y se pegaron una "tripada que no te menees". Al final, cuenta, fumaron grifa y Mary Loly se sintió volar: "La despedida fue entre triste y descacharrante; entonces se llevaba mucho los discos dedicados y mandamos a la radio poner uno para «las chicas del taller»: era un tango de despedida". 

Adiós muchachos, compañeros de mi vida,
Barra querida de aquellos tiempos.
Me toca a mi hoy emprender la retirada

Muchas compañeras de Mary Loly volvieron a sus pueblos o buscaron otros temas, luego, cuando "las aguas volvieron a su cauce, algunas regresaron y poco a poco empezaron a atender a su clientela de forma discreta, en pisos de confianza". Algunos bares, perdido ya el miedo inicial, volvieron a abrir sus puertas para dejar trabajar a las prostitutas. Entre silencios, pisos discretos y bares de mala muerte, Mary Loly siguió trabajando: "Mira, chico, joder se jode igualito con todos los políticos".

Pensó en dejarlo, claro, pero nunca se decidió: "Suponte que yo empezara a trabajar; me costaría mucho acostumbrarme, me sentiría vigilada y señalada, porque siempre hay murmuraciones y, mira, yo soy muy susceptible para eso. Si pienso que me hacen de menos porque yo soy o he sido una puta, pues lo dejo todo plantado y me largo con el viento fresco y que les den por culo".

En sus encuentros con José Ramón Saiz Viadero, un historiador y periodista cántabro que parece saberlo todo de su ciudad, narra con soltura y buen humor anécdotas y chascarrillos. Ella, que nunca había tenido macarra, se lamentaba del trato que les daban a sus compañeras. Ella, que no decidió voluntariamente ejercer la prostitución, es crítica con el estigma; con las mujeres de bien que no quieren acostarse con sus maridos; con la doble moral que las relega al silencio y a la oscuridad.

Murió hace más de cuarenta años. Poco después de que se publicara la segunda edición del libro. Está descatalogado, pero puede conseguirse en páginas de segunda mano. Hay que rebuscar para encontrarlo a buen precio, pero es que relatos como el suyo... no se encuentran en cualquier quiosco.

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