Otras miradas

Un disparo a la poesía

Elvira Sastre

Un disparo a la poesía
Imagen de Elvira Sastre junto a Almudena Grandes y Luis García Montero en Ciudad de México. –Cedida por Elvira Sastre

Me despierto una hora antes de lo programado en el teléfono. Estoy en Tenerife y hoy cojo un vuelo de vuelta a casa, pero no son los nervios lo que me mantienen inquieta. Abro los ojos y durante unos instantes no recuerdo nada: solo siento una sensación inequívoca de que algo malo ha sucedido. Me mantengo unos segundos en esa nebulosa, consciente de que pronto despertará también la memoria y no me gustará lo que me traiga. Ayer murió Almudena Grandes. Y esto, que seguirá sonando por siempre como una frase perteneciente a la ciencia ficción y no a la realidad, cae como un mazazo por la habitación.

No existe el consuelo. Da igual que la muerte se anuncie, que prepare los papeles y los coloque delante, que se asuma lentamente sobre el cuerpo enfermo y que apriete los dedos de la mano del que se queda, regalándole un adiós que nunca pidió. Da igual lo pronto o tarde que aparezca, lo rápida o lenta que sea su rasgadura: la confusión que trae es tan espesa que deja a los que se quedan desperdigados por un mundo que ya no entienden.

Sabia, generosa, inteligente. Almudena reía sin parar en sus círculos más íntimos y la gravedad de su voz se imponía siempre sobre todos los ruidos. Nunca pude mirarla sin la breve distancia que da la admiración. Almudena tenía todas las respuestas y las compartía: por eso no era necesario preguntarle. Recuerdo algunos ratos con ella, cenas en Buenos Aires impregnadas de sus anécdotas. Soy capaz de verla en su casa preparando esas comidas para todos sus amigos como una suerte de matriarca o sus veranos felices en Rota, que describía con amor en los artículos que nunca me perdí y que nuestros amigos en común compartían siempre con un rastro de delicia en la boca. Una vez vino con Luis a vernos a un recital con aforo completo en Ciudad de México. En el camerino nos dijo que éramos los Beatles de la poesía y fue, quizá, el único momento en el que no la creí. Ahora rescato esas palabras y comprendo la generosidad de una mujer que vino al mundo a hacer grandes las cosas más pequeñas.

Se nos ha ido una aliada. Dentro de toda esa tristeza pesada que siento, hay una parte que lamenta la pérdida que va a sufrir el mundo. Almudena era una aliada de la bondad firme. Tenía la capacidad de las maestras: no solo te enseñaba cosas nuevas, sino que te ayudaba de una manera sencilla a construir tu pensamiento, a despertar tu conciencia. Y lo hacía sin pretensión alguna, casi sin darse cuenta. En el desahogo de su literatura encontrábamos nuestro discurso. Y lo hacíamos propio. Su existencia era un consuelo para los que queremos y no sabemos cómo. España, este país que ella protegía con su palabra, ha perdido un bastión tan importante que quedará tocado por siempre, porque no la habrá nunca como ella.

Mi corazón está roto. Pienso en Luis, en Chus, en Benja. Y en tantísimos otros. Mis amigos se han quedado huérfanos y es terrible pensar que de todos los abrazos que les demos no recibirán nunca el único que necesitan. Les supongo derrotados, herido el pecho de los camaradas: la muerte de Almudena es un disparo a la poesía. Será difícil. Será terrible.

La última vez que la vi, atravesaba una manifestación en contra de la violencia machista con una amiga. Miranda y yo nos acercamos a saludarla y charlamos brevemente. Al marcharse, nos quedamos mirando cómo desaparecía entre la multitud, alejada ya de nosotras. Hubiéramos seguido sin dudar cada uno de sus pasos igual que seguimos sus palabras. La corona de la literatura y el compromiso es suya.

A Luis, otra vez, y nunca serán bastantes, escribió en una de tantísimas dedicatorias de sus libros, siempre para su compañero. Ya no lo serán, Almudena. Maldita sea.

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