Otras miradas

El otro Chile y lo que está en juego en la segunda vuelta electoral

Paula Guerra Cáceres

El otro Chile y lo que está en juego en la segunda vuelta electoral
08 de noviembre de 2019, Chile, Santiago: los manifestantes participan en una protesta contra el gobierno en la Plaza Baquedano.- Adrian Manzol / Europa Press

A comienzos de mes, Mauricio Macri, exmandatario argentino y actual presidente ejecutivo de la fundación FIFA, alabó en una rueda de prensa el modelo económico chileno que "ha permitido ir reduciendo la pobreza y generar mayor inclusión año tras año". Macri hizo estas declaraciones tras mantener una reunión de trabajo con el presidente de Chile, Sebastián Piñera, tras lo cual ofreció una rueda de prensa en la que se refirió a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales chilenas este 19 de diciembre. Sostuvo que esperaba que los chilenos eligiésemos al mejor candidato para conducir el futuro del país. Y agregó: "Chile es el único país del primer mundo que tenemos en Latinoamérica".

Todos los medios de comunicación replicaron estas palabras, que luego fueron profusamente difundidas en informativos y en redes sociales. La frase de Macri venía a alimentar, una vez más, el mito que se ha creado en torno a Chile y su economía. Cuando leí sus declaraciones recordé aquella frase mítica acuñada a finales de los años 90 por el periódico conservador chileno El Mercurio y que formó parte del imaginario colectivo del país durante décadas: "Chile es el jaguar de América Latina", afirmación que utilizaba este matutino para equiparar la "pujante" economía chilena, en relación con los llamados "tigres asiáticos" de aquel entonces: Singapur, Corea del Sur, Hong Kong y Taiwán.

Una generación entera de chilenos y chilenas crecimos con estas y otras premisas del mismo estilo. Que somos "los europeos" de Latinoamérica, "un oasis en América Latina", "el milagro económico" de la región, etc. Una narrativa de éxito introducida por la dictadura de Augusto Pinochet para justificar sus políticas neoliberales y que, de tanto repetirse, terminó calando en una parte importante de la sociedad chilena que se creyó el cuento de que éramos un país económicamente excepcional.

A esta narrativa impuesta por la dictadura contribuía la prensa aliada de Pinochet. Por eso abundaban los artículos que hablaban del éxito chileno y de nuestra idiosincrasia del orden, a la que en gran parte se atribuía el desarrollo económico del país. De adolescente recuerdo haber leído una memorable columna que decía que Chile era el único país del mundo donde los vendedores ambulantes ofrecían el código civil en las aceras (debido a la demanda que éste tenía entre la población), y que aquello era una prueba irrefutable de nuestro intrínseco apego a la norma y a la ley.

Pero ese Chile del éxito, ordenado y desarrollado del que hablaban en los periódicos y en la televisión, no era el que la mayoría de nosotros conocía. ¿Dónde se encontraba ese país?, ¿quiénes vivían en esa nación del progreso?

El mito del Chile exitoso tiene su origen en los resultados macroeconómicos que comenzó a obtener la dictadura de Pinochet, producto de unas políticas basadas en una reducción drástica del gasto público, la liberalización de las importaciones y la privatización de servicios básicos como la salud, la educación, la luz, el agua e incluso las pensiones. Modelo económico que fue implementado por unos tecnócratas formados en la Universidad de Chicago (conocidos como los chicago boys), bajo la tutela de Milton Friedman, y que prontamente comenzaría a cosechar elogios internacionales por parte de organismos como el Banco Mundial o el FMI.

Tras la vuelta a la democracia, a finales de los 90, estas políticas neoliberales continuaron siendo implementadas por los distintos gobiernos democráticos, con lo cual los elogios siguieron adelante y el mito no hizo más que crecer. En 2010, bajo el titular Chile en el club de los ricos, la BBC comentaba la reciente incorporación del país a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), enfatizando que se trataba de la primera nación sudamericana en ser invitada a integrar el "club de las naciones más ricas y desarrolladas del mundo". En 2017 el Banco Mundial publicaba que, durante las últimas décadas, Chile había sido una de las economías de más rápido crecimiento en Latinoamérica, y en abril de este año el FMI afirmaba que en 2026 Chile será el primer país de la región en alcanzar un PIB per cápita de US$30.000, parecido al que tienen algunos países europeos.

Cuando crecimiento no es igual a desarrollo

¿Pero qué hay detrás de todos estos datos que encandilan? Porque una cosa son las cifras macroeconómicas y otra la interpretación que se hace de éstas. No cabe duda de que una parte de la sociedad chilena vive y disfruta de ese país próspero. Es el 10% de la población que vive en los barrios acomodados, en casas grandes con jardines y piscinas, con varios coches por hogar, son los que se atienden en clínicas de salud privadas, siempre tienen estudios universitarios, poseen más de una vivienda y disfrutan de varias semanas de vacaciones al año. A esta élite privilegiada le sigue un 30% de la población, correspondiente a una clase media que, como aspira a todo lo anterior, adquiere deudas y luego más deudas para pagar las deudas anteriores.

¿Y el resto del país? El "milagro chileno" no es otra cosa que un liberalismo extremo que ha permitido la concentración de la riqueza en una minoría que vive con estándares de países altamente desarrollados, como los del norte de Europa, a costa de que el resto de la población lo haga en situación de precariedad, en infraviviendas, hacinados, y muchas veces sin dinero para pagar servicios básicos como la luz, el agua, o simplemente sin dinero para comer.

La situación de pandemia vivida el año pasado desnudó gran parte de esta realidad. En mayo de 2020, el entonces ministro de Salud del gobierno de Piñera, Jaime Mañalich, declaraba en un programa de televisión que las diferentes tasas de contagio de Covid-19 en el país se debían a que resultaba difícil que se cumplieran determinadas medidas de la cuarentena en los sectores más vulnerables, y añadía que en Santiago "hay un nivel de pobreza y hacinamiento del cual yo no tenía conciencia".

Un mes después, la Universidad Católica de Chile publicaba los resultados de la encuesta Efectos socioeconómicos y percepción de riesgo de Covid-19 en campamentos y población vulnerable en Chile. Entre los resultados, se obtuvo que el 20% de los hogares encuestados no contaba con agua potable y que, de éste, un 10% no tenía acceso al agua nunca o casi nunca para beber, cocinar, ducharse o lavar ropa.

Está claro que crecimiento económico no es igual a desarrollo y que las luces de neón de los datos macroeconómicos de Chile no iluminan por igual a todos los chilenos y chilenas. En 2014 viajé a Chile después de 8 años sin pisar el país. Una tarde acompañé a mi madre al hospital porque la metástasis de su cáncer de páncreas le producía tanta acumulación de líquido en el abdomen que le costaba mantenerse en pie. Los últimos veinte años ella se había ganado la vida como vendedora ambulante en un mercadillo de su barrio, así que no contaba con recursos para acudir a una clínica privada, ni con ningún tipo de seguro médico.

En el hospital público al que acudimos, donde recibía los cuidados paliativos, la hicieron esperar en una silla de ruedas durante toda la noche, once horas exactamente, desde las 7 de la tarde hasta las 6 de la mañana del día siguiente, hasta que por fin la hicieron pasar a una sala para realizarle la punción abdominal. Se moría de cáncer, sí, pero ante el colapso que tenían daban prioridad a las personas que no estuvieran desahuciadas médicamente, me dijo una enfermera.

El Chile próspero seguía siendo una entelequia para la inmensa mayoría de chilenos que ni siquiera pueden aspirar a una atención médica digna cuando se están muriendo.

Y la situación parece no cambiar nunca. En julio de este año se publicaron los resultados de la Encuesta de Caracterización Socioeconómica Nacional (CASEN), del Ministerio de Desarrollo Social, que mostró que la pobreza extrema en el país aumentó de un 2,3% a un 4,3%, y que el 10% de las personas más acomodadas obtuvo ingresos 416,6 veces superior a los que recibieron los hogares del 10% más pobre.  Los ricos incluso viven más, tal como demostró el estudio realizado en 2019 por la empresa Unholster Desigualdades sociales: Las expectativas de vida de los chilenos, en el que se señala que las mujeres de barrios acomodados como Vitacura o Providencia viven hasta 11 años más que las mujeres de barrios empobrecidos como La Pintana.

Lo que está en juego en estas elecciones

La gran asignatura pendiente en Chile es la distribución de la riqueza, que se ponga fin a la desigualdad abismante que se vive en el país, y que produjo el estallido social de 2019, en el que estudiantes secundarios primero, y luego miles de personas de todas las edades, salieron a las calles para demandar una mayor justicia social.

Lo que comenzó siendo una manifestación contra el alza en la tarifa del sistema de transporte público, se convirtió en una de las movilizaciones sociales más grandes de la historia reciente de Chile. Hoy, de cara a la segunda vuelta presidencial de este 19 de diciembre, y sin mencionar nada sobre la represión policial que provocó muertes, heridos y que 21 personas sufrieran la pérdida del globo ocular, el candidato de la ultraderecha, José Antonio Kast, utiliza los hechos de delincuencia y saqueo que se produjeron en el marco de esas manifestaciones para pedir el voto en base a una campaña del terror, de miedo al caos.

Apelando a la idea de país ordenado que subyace en el imaginario colectivo, Kast se presenta como el hombre que va a recuperar "el estado de derecho, el orden y la paz". Y ante las acusaciones de representar la ultraderecha política, se defiende en uno de sus vídeos de campaña preguntando si se le puede llamar extremo por "combatir el narcoterrorismo y la delincuencia". En la misma grabación añade: "extremo es que millones de chilenos tengan que encerrarse en sus casas antes de las 8 de la noche porque si están en las calles los pueden asaltar o matar", o que en la Araucanía (zona conflicto entre el Estado y el pueblo mapuche) los chilenos no puedan dormir tranquilos "por el miedo a que un grupo de terroristas los ataque en la noche y los queme vivos".

En base a este Chile, que presenta como apocalíptico, Kast ha incluido como un punto de su programa de gobierno que el presidente tenga la facultad de interceptar toda clase de documentos y comunicaciones, además de poder arrestar a personas en sus casas o en lugares distintos a cárceles, con todo el peligro que ello implica para la democracia del país y la violencia de estado que esto significaría para millones de chilenos y chilenas.

Las propuestas de Kast dan para un libro entero de ideología fascista. Además del punto anterior, incluye la construcción de una zanja de tres metros de profundidad en el norte de Chile para frenar la inmigración irregular, eliminar el Ministerio de la Mujer -aunque luego tuvo que retractarse-, rebajar los impuestos a las grandes empresas y aumentar de un 10% a un 14% la cotización que están obligados a pagar los trabajadores al sistema privado de pensiones.

En un país con niveles de desigualdad social tan altos, un posible gobierno de Kast resultaría todavía más dramático para las condiciones de vida de millones de personas. Como adversario político tiene en frente a Gabriel Boric, candidato de la coalición de izquierdas Apruebo Dignidad que integran, entre otros, el Partido Comunista de Chile, aspecto que está siendo utilizado por Kast y sus partidarios para satanizarlo y sacar al debate la situación de Cuba y Venezuela.

Boric, joven diputado que surgió del movimiento estudiantil universitario y que está concitando grandes cuotas de apoyo por parte de los sectores que quieren impedir el triunfo del fascismo, tiene entre sus propuestas la reducción del salario de todos los altos cargos -que incluye al presidente, ministros/as, parlamentarios/as y asesores/as-, un programa de construcción de viviendas públicas dignas, la creación de un sistema universal de Salud que cubra los medicamentos, el alza del sueldo mínimo, que hoy es de unos 350 euros, y una pensión mínima de 260 euros.

"Es la esperanza que tenemos con este chiquillo", me dice por teléfono mi tía, quien después de trabajar desde los 16 años como empleada del hogar recibe una pensión de 138 mil pesos, unos 144 euros al mes.

Durante mi último viaje a Chile en 2016, un día antes de volver a Madrid, me di una vuelta por La Legua, lugar que por 17 años fue mi barrio de los fines de semana y las vacaciones de invierno, cuando iba a visitar a mi padre que vivía allí. Delincuencia, narcotráfico, balaceras, persecuciones y allanamientos policiales era lo que siempre se mostraba (y se sigue mostrando) en televisión sobre este lugar, una de las poblaciones más estigmatizadas de Chile.

Tras dos décadas sin pisar esas calles, lo que me encontré fueron las mismas hileras interminables de casas pareadas y techos bajos que esconden gravísimas condiciones de hacinamiento y pobreza. Prácticamente nada había cambiado. De vuelta en el centro de Santiago, mientras me tomaba un café, en la tele de la cafetería vi un reportaje sobre el lujoso centro comercial Costanera Center, el segundo más grande de Sudamérica, ubicado en una de las zonas acomodadas de la capital.

Los dos chiles, pensé. El Chile que existe detrás de la pantalla, y el otro Chile, el de nuestras secuelas, penas y alegrías (parafraseando a Portavoz). A ver hacia dónde se mueve el país después de este 19 de diciembre.

Más Noticias