Otras miradas

¿Por qué los niños ahora solo quieren ser millonarios?

Marta Nebot

Una madre de izquierdas de más de cuarenta toma café con su hijo preadolescente un sábado por la mañana en una terraza soleada en un barrio acomodado de la capital. Ella lee periódicos en su pantalla; él juega en la suya a la guerra, que es a lo que juegan todos los niños en todos los juegos a todas las horas, si les dejan. De repente, ella le mira y le dice:

–Oye, ¿por qué los niños de ahora solo quieren ser millonarios?

El niño, sin levantar la cara de la pantalla ni dejar la partida, contesta: porque los niños queremos tener cosas.

–¿Y para qué queréis tantas cosas? Si  las cosas cansan. Tú ya sabes eso. Te dura el interés un par de horas.

–Yo si fuera millonario compraría cosas y cuando me aburriera se las daría a los niños que no tienen como hace Mr. Beast –un youtuber–.

–¿Y qué pasa con esos niños que no tienen nada? Hay un montón, ¿no?

–Ya. Yo he visto vídeos de ellos pero luego me dan pesadillas.

–¿Y no sería mejor pensar una manera de que no haya niños pobres que ir dándoles lo que nos sobra?¿No sería mejor tener menos y repartir más? Cada vez los que tienen más tienen más todavía y hay más gente que tiene menos. Además, ser millonario no es lo mismo que ser feliz.

–Yo sería feliz con un patinete volador.

–Ya. ¿Pero se te ocurre por qué no pensáis en cómo sería posible que hubiera menos pobres o que no hubieran? ¿Te imaginas?

–Pues que les ayuden sus familias.

–Pero es que hay familias que no pueden. Hay lugares dónde no hay oportunidades: ni colegios, ni comida, nada.

–No les podemos dar porque se lo gastan en drogas y esas cosas.

–¡Nooooo! ¿De dónde sacas esa idea?

–Tú me lo dijiste. No les damos a los que piden por la calle.

–Eso es otra cosa y deja de jugar ya, por favor. Le dice, subiendo el tono, visiblemente enfadada.

–Puedo hacer las dos cosas.

Contesta él retador.

–Apaga eso de una vez.

Le exige ella. El niño grande lo apaga, se levanta y empieza a ponerse su abrigo: venga, vámonos ya. La madre furiosa y derrotada se dirige al interior del bar, paga y se sube al coche con su pequeño que ya no lo es tanto mientras rumia lo descubierto, sus orígenes y sus consecuencias.

Los padres creemos que es ocio lo que consumen en sus dispositivos, sin ser conscientes de todo lo demás que maman en esas horas muertas tan sociales como adictivas. Jugar a la guerra sin fin implica la interiorización del ganar o perder como única jugada. Se sonríe de medio lado pensando que con los curas y monjas que estudió y que evitó para su prole, al menos los pobres estaban más presentes.

No se resigna a terminar así la conversación y vuelve al ataque afeándole el final anterior y volviendo sobre el tema mientras conduce. El niño se disculpa por haberse querido ir de golpe. Después reconoce que no sabe cómo hacer para que los pobres le interesen. Quizá, si los viéramos más, dice, si fueran de nuestra familia...

Ella asiente algo aliviada: eso podría ser un comienzo, aunque también podría ser que ese hijo acabe harto del discurso de su madre y adopte el contrario como ejercicio de rebeldía sustentado en lo mamado en su universo digital y en las contradicciones propias de todos los de izquierdas no anacoretas.

Mientras se hace el silencio entre ambos y el niño pone su emisora preferida de radio en la que suena reguetón, la madre se acuerda de la última noticia leída. En el reciente encuentro de Yolanda Díaz y Thomas Piketty ambos pusieron el acento en que "no hay igualdad sin impuestos" y defendieron "un discurso fuerte en materia tributaria". Hablar de más impuestos en ausencia de conciencia social es criptonita electoral, medita. O recuperamos a la generación de las pantallas o es game over. Sin conciencia social la izquierda está muerta.

 

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