Otras miradas

La insostenible ligereza de la pancarta del ‘No a la guerra’

Sergi Sol

Periodista

La insostenible ligereza de la pancarta del ‘No a la guerra’
Civiles aprenden a utilizar una AK47 en Lviv, Ucrania.- Pau Venteo / Europa Press

Cantaba Barricada aquello de ‘Nunca tendrán las armas la razón. Pero cuando se aprende a llorar por algo, también se aprende a defenderlo’.

Más allá de las connotaciones concretas, de las interpretaciones, de la licencia poética y del momento en que fue compuesta la canción, los de la Txantrea popularizaron un estribillo, con el mítico Drogas a la cabeza, que se ha cantado como un himno durante décadas en un ambiente radicalmente de izquierdas. Apela al sacrificio, al compromiso, a literalmente jugarse la vida por un ideal.

Y da que pensar. Por lo menos plantea un dilema ético sobre el recurso a la fuerza, sobre las armas, sobre la rebeldía, sobre la violencia. No hay revolución que se precie que no haya tenido –por decirlo suavemente- sus excesos o que no haya edificado su razón blandiéndola con armas.  ¿O no somos muchos los hijos de familias republicanas que mantenemos vivo, con orgullo, el recuerdo de familiares –en mi caso, abuelos- que empuñaron el fusil para defender la República ante el golpe de estado perpetrado por Franco y sus adláteres en el norte de África?

Los tengo a pares. Sin ir más lejos, mi abuelo Joan Sol, de Terrassa, que pese a ser cojo no se cortó un ápice. Arrastraba una pierna, renqueante siempre, a causa de una poliomielitis que en esos años treinta era devastadora. Cuando el mal autoproclamado Ejército Nacional asedió Madrid, el Presidente catalán Lluís Companys hizo un llamamiento público a defender la capital española. Y mi abuelo se enroló voluntario pese a estar exento del servicio militar por su maltrecha pierna y su evidente cojera. Antes de partir, mi abuelo Joan desfiló con un fusil al hombro junto a otros centenares. Miles de catalanes secundaron la apasionada llamada de Companys en solidaridad con los madrileños que estaban combatiendo, palmo a palmo, en las calles, al Ejército franquista. ‘Vosotros, valientes madrileños, ¡Adelante! Cataluña os ha enviado refuerzos y os ama y admira’ proclamó Companys el 9 de noviembre de 1936. Uno de ellos era mi abuelo que podía haberse declarado pacifista sin más y aborrecer los horrores de la guerra. Y la aborrecía. Pero estuvo tres años en el frente de guerra en Madrid jugándose el pellejo cada día.

Con la invasión rusa de Ucrania, la izquierda ha vuelto a desempolvar el No a la Guerra en plena contienda bélica en el este de Europa. Y claro que hay que rechazar el militarismo. ¡Sin duda! Mis abuelos no deseaban la guerra y pagaron un alto precio por ella. Campo de concentración y muerte. Pero me da que algunas consignas pacifistas suenan profundamente ajenas al padecimiento de tantos. Cuando vemos cómo ucranianos residentes en Catalunya se despiden de sus familias para ir a luchar al frente, para combatir la invasión rusa de su país, algo chirría cuando una parte de la izquierda enfatiza, sin más, un discurso que suena inevitablemente naif. Sí, por supuesto que están las sanciones económicas que, por cierto, también perjudican gravemente a las empresas exportadoras de nuestro país. Y, ¡por ende!, al pueblo ruso, al pueblo llano al que más. Por mucho que nos digan que las sanciones hacen temblar a los oligarcas amigos de Putin.

La Federación Rusa no reivindica su papel en el concierto mundial de las naciones como gran potencia por su poderío económico sino por su poderío militar. De hecho, su PIB representa el 1,7% del PIB mundial mientras el de la impotente Unión Europea suma más del 18% de ese PIB. Y qué duda cabe de que a pesar de mil pesares celebro que mis hijos vivan en un país de la Unión Europea y no en la Rusia de Putin.

Ocurre que ante el pavor y la desolación de lo que a todas luces es una invasión, lo de declararse pacifista en Barcelona (o en Madrid) me sabe a poco. Y tiene poco que ver con el gesto de Katia, la moscovita despedida por firmar un manifiesto contra la guerra. En cambio, me provoca admiración –o por lo menos me emociona- ver a esos ucranianos que se despiden de sus familias en Catalunya, con lágrimas en los ojos, y vuelven a su país para enfrentarse al segundo Ejército más poderoso del mundo. Y no dudo que, a medio o largo plazo, esas sanciones económicas surtan efecto. También para desesperación de gentes ajenas a la decisión de Putin de invadir Ucrania. Pero, a corto plazo, más allá de su sacrifico, esas gentes dirigiéndose al frente de guerra me parece que afrontan el problema de cara y dándolo todo.

Hay algo que la izquierda –en este y otros debates- parece olvidar o no quiere acometer por las enormes contradicciones que le genera. Y ahí estamos, colgando banderas blancas en el balcón, soltando palomas de la paz y apelando a grandes valores mientras a tres escasas horas de avión andan a cañonazo limpio. No cuestiono la filosofía de fondo del rechazo a una contienda bélica, la que sea. Pero ante el empuje de Putin me asaltan las dudas, sólo con apelaciones éticas y bondadosas se me antoja difícil de acometer el drama que acontece. Igual alivia nuestras conciencias. Pero poco más.

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