Otras miradas

Solo nos queda morir

José Angel Bergua

Catedrático de Sociología, Universidad de Zaragoza

Solo nos queda morir
Imagen de DeSa81 en Pixabay

El juego ha terminado. El mundo llega a su fin. No solo el alumbrado tras las revoluciones industrial y francesa, que han dado lugar a la economía y política que tenemos, pues la vocación global de Occidente, una de sus características más importante, tiene su origen y antecedente más reconocible en la expansión colonial europea, iniciada el siglo XVI, aunque también en la necesidad cristiana de hacer llegar sus creencias a todos los rincones del planeta. Desde hace dos siglos continúan este hábito la consideración de que no debe haber otra cosa en todo el planeta que una economía capitalista y una democracia liberal, aunque ambos inventos requieran de la frecuente y hasta excesiva intromisión del Estado, excrecencia de un pasado que se resiste a desaparecer. Pero este mundo que languidece también deriva del logos engendrado en Grecia, del que la ciencia, la tecnología y la promesa de una Inteligencia Artificial son sus descendientes. Tal modo de pensar ha simplificado tanto el mundo que ha generado la ilusión de poderlo manejar a voluntad. Algo parecido hizo el monoteísmo cristiano con la espiritualidad, el capitalismo con la producción y satisfacción de necesidades, la democracia con la libertad e igualdad y la globalización con las relaciones entre gentes, información, ideas y recursos de distintas sociedades. Toda esa simplificación, además de facilitar el despegue del mundo también ha provocado la pérdida de contacto con cualquier realidad. En esto consiste precisamente el fin del mundo. Los ejemplos concretos de esta crisis son abundantes y muy conocidos.

Frente a los retos medioambientales que nuestro mundo conoce desde hace medio siglo y que exige cambios drásticos en los modos de vida antes del 2025, pues de lo contrario proliferarán los cambios extremos, las sequías y las hambrunas, nuestro mundo es incapaz de articular ninguna respuesta global creíble. Frente a la superación del pico de producción de petróleo hace ya casi 20 años y de gas hace 2, que también se venían vaticinando tiempo atrás, sin que ello haya hecho cambiar el paso de la economía, que en sociedades como la europea, la japonesa y la norteamericana, ha crecido un 50% cada 30 años, pero que desde hace 1.000 años se ha vuelto 286 veces más grande, la maquina productiva y de consumo no puede parar de aumentar y extenderse necesitando cada vez más unas energías que van a desaparecer. Frente al insostenible aumento de la desigualdad social, que desde los años 80 del siglo pasado se ha multiplicado por 8 y que además de provocar la pérdida de confianza en las instituciones, aumentar el fracaso escolar e incrementar las enfermedades mentales, ha reducido la esperanza de vida de las democracias a 84 años, ninguna acción de ningún gobierno se ha enfrentado al problema y aún hoy lo esquiva siempre que puede. Frente a la obscena oligarquización de la democracia, causa principal de que en los últimos 30 años la afiliación a los partidos políticos haya descendido el 60% en Francia, un 50%, en el Reino Unido, el 34% en Finlandia y un 20% en Austria, a la par que la abstención ha pasado en el conjunto de Europa del 16% en los años 40 del siglo pasado al 28% en la primera década de la actual centuria, alcanzando en estos años los más altos y reiterados dígitos en 70 años, los partidos políticos ocultan su inutilidad, clientelismo y corrupción con una demagogia cada vez más vacía y entregando los fines que ya no saben imaginar a tecnócratas con miras cada vez más cortas. Frente a una aterradora pérdida de espiritualidad, que no tiene precedentes en la historia de nuestra especie, pues ha quedado aprisionada en un yo que apenas quiere mirar más allá de su ombligo, las toneladas de libros, técnicas, terapias y experimentos de autoayuda no cesan de continuar encerrando a los sujetos en sí mismos. Y frente a esos y otros muchos problemas que crecen cual metástasis fatal, resulta que nuestro mundo, precisamente en estos momentos, cuando todo comienza a desmoronarse, no sabe hacer otra cosa que huir hacia delante dejándose llevar por su ser-para-la-guerra, pulsión más atávica todavía que la encarnada por el propio logos y que incluso es su propio fundamento, pues antes que occidental u occidentalizado, el mundo que nos lleva al abismo es patriarcal.

La reciente cumbre de la OTAN en Madrid, más allá de facilitar el acuerdo para aumentar el gasto militar de sus miembros, calificar al binomio Rusia-China como nuevo eje del mal y dejar de lado a Ucrania, que ya cumplió su papel al facilitar todo lo anterior, expresó claramente nuestra voluntad de precipitarnos al abismo. Lo hizo, además, en una ciudad sitiada, expropiada a sus habitantes, con la Plaza Mayor convertida en un parking y con su joya cultural principal, el Museo del Prado, transformado en el decorado de un banquete oficiado por un restaurador que se ha hecho famoso por incorporar su oficio a conocidas campañas humanitarias. Tan grotesca celebración no ha hecho sino exhibir la decrepitud no ya de un país, el nuestro, sino de un mundo, el occidental, que no tiene remedio.

En semejante contexto, el colapso que se nos viene encima no solo es inevitable sino necesario, pues la incapacidad y falta de imaginación de este mundo para afrontar los gravísimos problemas que ha creado, junto con su nula flexibilidad y capacidad para reformarse, además de las cada vez más grotescas e inaceptables puestas en escena que nos ofrece, no permiten atisbar otro horizonte que su muerte. Eso no supondrá la defunción del planeta, ni siquiera la aniquilación de su criatura más díscola, ni quizás la desaparición de todos los mundos, como a menudo se oye. Pensar que con la desintegración de este mundo desaparecerá cualquier posibilidad de vida e incluso de sociabilidad, tan solo delata la presencia de mucha arrogancia combinada con algo de ignorancia negativa (nuestro mundo no sabe que no sabe) o quizás de cinismo (sabe de su ignorancia, pero hace como que no). Da igual como sea la mezcla. Lo importante es que, como ha ocurrido con otros colapsos, tras la caída del actual mundo occidental u occidentalizado, nuestros descendientes habrán de transitar por una Edad Oscura en la que todas las referencias anteriores habrán desaparecido y en la que se incubarán y luego alumbrarán otras nuevas. Todo ello en varios miles de años.

La desaparición de lo viejo, primera fase del largo tránsito hacia el renacimiento del siguiente eón, ocurrirá en menos de dos siglos, pues toda la información, depositada en nubes que dependen de soportes materiales y energéticos entre imposibles y difíciles de reponer o sostener, desaparecerá rápidamente y sin remedio, del mismo modo que lo harán los propios libros, hechos con un papel de mucha peor calidad que los de hace varios siglos. Así que perderemos todo lo que creímos ser en apenas un suspiro. Del mismo modo, nuestros enormes edificios, de peor consistencia que las grandes obras de civilizaciones anteriores, se derrumbarán para convertirse en la arena de la que principalmente proceden, aunque con pedazos de madera y de metal salpicando sus entrañas. Solo quedarán. como testigo de nuestra reciente historia, islas de plástico repartidas por los mares y millones de esqueletos de automóviles, trenes, aviones y barcos caóticamente desperdigados por los cinco continentes y sus orillas. Todo ello será testimonio de un pasado que se desvanecerá poco a poco de la memoria colectiva

Su vacío será ocupado por relatos orales acerca de lo que nos pasó y que dibujarán nuestro trauma mucho mejor que los sesudos análisis que hoy son capaces de realizar nuestros expertos. También experimentaremos la nada y el sinsentido de toda existencia, tanto general como particular. Igualmente, en esa muerte que será la Edad Oscura, nos reencontraremos con nuestro humus, con el compost que somos, con nuestra condición terrestre, quizás también la estelar, todo ello olvidado, para renacer de nuevo. En efecto, con el regreso a nuestra condición más primaria y elemental volveremos a prestar atención al aire, el agua, la tierra y el sol o el fuego que, junto con el espíritu, nos rodean por fuera y también nos constituyen por dentro. Esa es la principal enseñanza de los Upanisad en Oriente, aún objeto de estudio e inspiración, e igualmente de los sabios que precedieron al nacimiento del logos en Occidente y que fueron apresuradamente despachados por los primeros filósofos. También volveremos a mirar con asombro y renovada curiosidad las estrellas de las que procedemos. Igualmente experimentaremos el estar-uno-con-otro, materia prima de lo social. Y también volverá el asombro ante el milagro de la vida, que habremos de honrar de nuevo, tomando nota y no olvidando, como hemos hecho en nuestro mundo actual, que está inextricablemente unida a la muerte y que entre ambas forman un origen misterioso y una sustancia indeterminada.

Conviene comenzar a prepararse para esa muerte previa al renacimiento. Sobre todo, a su momento más aterrador, aquel en el que nada es y solo campa el sinsentido. El problema es que, para aceptarla, primero hay que despertar. De momento, ningún indicio apunta a tal cosa. Tampoco hay noticias ni información de ello que provengan de ese stablishment en el que la propia ciencia y los medios de opinión ocupan un lugar destacado. Da igual. Aunque no haya despertares generales y pocos o ninguno de carácter local, este mundo tan insensato que habitamos morirá y todos nosotros con él. La nada nos pasará por encima. No hay otra solución. Luego renaceremos, sí, como ha sucedido siempre, pero no pongamos el carro antes de los bueyes, pues un nuevo mundo solo puede emerger tras la muerte del anterior.

Más Noticias