Otras miradas

Identidad y hegemonía. En torno a E. P. Thompson, Laclau y Gramsci

Antonio Antón

Sociólogo y politólogo

E. P. Thompson en la manifestación en 1980. -Wikipedia Commons
E. P. Thompson en una manifestación pacifista en 1980. -Wikipedia Commons

En este largo y caluroso verano he leído tres libros excelentes de teoría social. El primero, Cambio político y movimiento obrero bajo el franquismo. Lucha de clases, dictadura y democracia (1939-1977) (edición de 2012), del historiador y exlíder de Catalunya en Común Podem, Xavier Domènech, actual profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona, se centra en la formación sociohistórica de la identidad obrera española. El segundo, Los olvidados. Ficción de un proletariado reaccionario, del filósofo y profesor de la Universidad de Barcelona, Antonio Gómez Villar, es un análisis crítico de diversas interpretaciones sobre la identidad obrera y el obrerismo. El tercero, editado por otros dos prestigiosos intelectuales, José Luis Villacañas, Catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, y Anxo Garrido, también filósofo, titulado Efecto Gramsci. De la renovación del marxismo al populismo contemporáneo, tiene una veintena de aportaciones interesantes, a destacar la del filósofo latinoamericano, de origen argentino y profesor en la UNAM de México, Massimo Modonesi, Hegemonía como subjetivación política y/o como dirección/dominación.

No voy a glosar los múltiples aspectos valiosos de estos libros y sus autores o los diversos matices y reflexiones que me han sugerido su estudio. Son estimulantes y expresan que la teoría crítica está viva y se hacen esfuerzos intelectuales para interpretar el mundo, las nuevas realidades, y facilitar una orientación transformadora desde una óptica emancipadora-igualitaria. Igualmente, expresan la pluralidad de sensibilidades teóricas e ideológicas en este campo progresista y de izquierdas. Los títulos son suficientemente significativos y definen el marco de sus prioridades analíticas. Su contenido histórico y filosófico entronca con aspectos cruciales de las ciencias sociales, en particular, de la sociología y las ciencias políticas, especialidad desde la que lo valoro.

Dos aspectos son destacables y se entrecruzan en los tres textos: la relación de identidad popular, sujeto sociopolítico y hegemonía político-cultural, y la interacción entre la pugna sociopolítica (o lucha de clases) y la guerra cultural (o lucha ideológica o disputa por el sentido). Las perspectivas teóricas son diversas aunque se excluyen dos corrientes ideológicas, frente a las que se utilizan abundantes y acertados argumentos críticos. Por una parte, el liberalismo o el socioliberalismo, y por otra parte, el marxismo más economicista y determinista.

Las referencias teóricas más relevantes que enmarcan cada libro son las siguientes. En el primero, E. P. Thompson, que se definía como un humanista y materialista histórico, distanciado del marxismo ortodoxo althusseriano, y que a mi modo de ver supera la dicotomía estructura/superestructura a través de la experiencia relacional de los agentes subalternos y una revalorización de lo común. En el segundo, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, postmarxistas defensores del populismo de izquierda y la relevancia del discurso en la construcción de la realidad social, aunque en el texto también se valoran los componentes estructurales y las aportaciones thompsonianas sobre el proceso histórico-relacional. Y en el tercero, Antonio Gramsci, el marxista más heterodoxo de entreguerras por la importancia que le da a la hegemonía cultural para la acción política transformadora e influyente en la evolución del eurocomunismo o neolaborismo (del que se reclama deudora la propia vicepresidenta Yolanda Díaz y gran parte de su equipo); desde ese enfoque gramsciano se abre un diálogo, por una parte, con la teoría populista, y por otra parte con el republicanismo cívico, del que el propio Villacañas es un experto.

Por tanto, tenemos un campo más acotado, aunque no exento de la influencia de las dos corrientes ideológicas de fondo, dominantes hace medio siglo en las izquierdas, y su duradero conflicto y relativa inconmensurabilidad, o sea, su incapacidad para compararse, comprenderse e interrelacionarse: el marxismo y el postmarxismo, o bien el estructuralismo y el posestructuralismo o, en el plano filosófico, el materialismo y el idealismo; todos ellos con más o menos enfoques dialécticos o funcionalistas y con mezclas diversas. Una reflexión crítica a estos fundamentos doctrinales la he realizado en varios libros en particular en Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos (2015) y Clase, nación y populismo. Pensamiento crítico y estrategias políticas (2019).

Pues bien, los textos mencionados suponen aproximaciones para superar este bloqueo teórico y discursivo de estas décadas. Tienen un doble valor. Por un lado, de diálogo intelectual con un talante abierto, comprensivo y argumentado, que es de agradecer en el actual contexto de cierto sectarismo corporativo y fanatismo y rigidez de pensamiento; por otro lado, sitúa ese debate teórico en la coyuntura estratégica de los cambios político-sociales progresistas, referenciados principalmente al marco español, europeo y latinoamericano. Como casi siempre, la elaboración teórica progresista va por detrás de la experiencia popular del conflicto sociopolítico y exige, particularmente a las izquierdas y la intelectualidad crítica, una profunda renovación de pensamiento basado en un doble criterio: realismo analítico y voluntad transformadora.

Añado, simplemente, que esta doble dinámica de persistencia de las diferencias junto con alguna coincidencia, renovación y diálogo entre enfoques marxistas (o estructuralistas) y postmarxistas (o posestructuralistas), se producen en diferentes campos sociopolíticos, en particular en el feminismo, por citar las dos referentes principales de ambas corrientes renovadas, las estadounidenses Nancy Fraser y Judith Butler, tal como he explicado en el libro Identidades feministas y teoría crítica (2021).

Ni marxista ni postmarxista

Antes de proseguir en esta densa reflexión, me permito contar una anécdota académico-personal, ahora que termino la docencia y causo baja en la Universidad, aunque siga con la investigación social. Lo hago sin pedir permiso a mi interlocutor, aunque espero que sea aceptable para él ya que es ilustrativa del tema que nos ocupa. En una comida informal en la Universidad Autónoma de Madrid, cuando éramos colegas de Facultad, tuve una conversación con Nacho Álvarez, responsable de Economía de Podemos y antes de ser miembro del Gobierno de coalición como Secretario de Estado de Derechos Sociales.

Era en el marco del acuerdo y la colaboración entre Izquierda Unida y Podemos, aludiendo a las preferencias ideológicas por el marxismo en el caso de los dirigentes de la primera formación y por el populismo postmarxista en el caso de los de la segunda. Su pregunta fue directa: ¿Cómo me definía yo? Le dije que aunque reconocía aportaciones valiosas en cada una de las dos, no era marxista ni tampoco postmarxista, que no me sentía cómodo en esas etiquetas ideológicas, aunque mantenía grandes coincidencias político-estratégicas; en todo caso, apostaba por una tercera posición teórica y, en tono jocoso, por una actitud post postmarxista, de superación de ambas y contradictorias corrientes dominantes. Conocía mi trayectoria sociopolítica e intelectual, pero mi respuesta le producía perplejidad. Tuve que echar mano, precisamente, de E. P. Thompson y, en cierta medida, del propio Gramsci como un autor intermedio y ambivalente respecto de esas dos corrientes para identificar la existencia de una corriente teórica diferenciada.

O sea, se trataba de valorar muchas aportaciones de interés de esas dos corrientes (al igual que de otras), pero me afirmaba en un pensamiento con un enfoque que denomino realista (mejor que materialista), crítico (frente al dogmatismo y el subjetivismo), multidimensional (frente a la unilateralidad y la dicotomía estructura/superestructura) e interactivo (relacional y de agencia). Aunque minoritario en casi todos los ámbitos académicos y políticos, pienso que esta corriente de pensamiento crítico es la más fructífera y conecta con la cultura cívica menos sistematizada de gran parte del activismo sociopolítico y en los movimientos sociales.

Expresa la experiencia de la acción colectiva y el cambio social de parte de mi generación, al menos desde las décadas de los años sesenta y setenta en las que como joven trabajador, de procedencia del humanismo cristiano y con bagaje marxista, tuve una amplia participación en la formación de CCOO y el movimiento antifranquista, en un contexto que describe muy bien Xavi Domènech, y siempre desde el compromiso cívico.

Ha llovido mucho en este medio siglo, pero permanecen las grandes corrientes ideológicas alternativas al neoliberalismo, aunque más debilitadas y anquilosadas y plasmadas en eclecticismos y mestizajes diversos, así como con despreocupación teórica generalizada. De ahí la importancia de un impulso renovador que sirva para encarar los retos de este siglo. No es casualidad que en esta década de protesta social indignada y cambio político, se refuerce la pugna intelectual y, al mismo tiempo, la necesidad de renovación y superación teórica de los esquematismos rígidos de ambas corrientes, hoy a la defensiva respecto de la gran ofensiva ideológica liberal y reaccionaria, convertida en dominante en los grandes aparatos mediáticos.

Importancia de la ideología y prioridad a las dinámicas transformadoras

No se trata de buscar una falsa cohesión ideológica en las izquierdas, hoy imposible de conseguir y que, en realidad, nunca se ha producido. Desde la primera mitad del siglo XIX las fuerzas progresistas han estado divididas en el plano ideológico: socialistas utópicos, socialdemócratas reformadores, marxistas, anarquistas, hegelianos e idealistas de izquierda, empiristas... El propio marxismo ha sufrido una gran diversificación y un declive desde los años sesenta, acentuada tras el derrumbe del Este soviético y la crisis del eurocomunismo del Sur de Europa, desde el máximo exponente italiano de fines de los setenta y, por otro lado, por el giro liberal y centrista de la mayoría de la socialdemocracia europea.

Por otra parte, los emergentes nuevos movimientos sociales, aparte de su gran aportación relacional y práctica y reflexiones parciales de interés, también han estado condicionados por esta dispersión e impotencia teórica. Igualmente, la teoría populista, al decir de sus propios promotores, no es estrictamente una ideología, aunque sus presupuestos filosóficos se enmarquen en el postestructuralismo, sino una ‘lógica política’ de polarización social; su ambigüedad sustantiva es insuficiente para orientar el sentido de los procesos emancipatorios.

Ante las grandes transformaciones socioeconómicas, institucionales, populares y geopolíticas y las nuevas ofensivas ideológicas neoliberales y reaccionarias, el triple pensamiento progresista, socioliberal, marxista y postmoderno, se muestra incapaz de afrontar el reto ideológico de forma convincente. Se necesita una profunda renovación y, al mismo tiempo, superación de los fundamentos teóricos unilaterales. Como en otras esferas, se trata de recoger lo bueno de lo viejo e innovar desde el análisis concreto y la experiencia popular.

Debemos convivir con esa relativa fragmentación y división ideológica, con pérdida de consistencia teórica en las izquierdas y menor credibilidad de la intelectualidad, y abordar las dos dimensiones de su negativo impacto en las dinámicas transformadoras progresistas. Por una parte, de investigación social paciente, rigurosa y objetiva, elaboración de pensamiento crítico, conversación teórica abierta y desprejuiciada, renuncia al dogmatismo y la manipulación sectaria, y superar la tendencia cultural dominante de inmediatismo más o menos ecléctico o confrontativo con subordinación al interés de las élites dominantes. Por otra parte, reforzar las iniciativas unitarias en el campo más directo de las estrategias políticas y los procesos orgánicos, sociales y políticos, desde el respeto al pluralismo y con actitud integradora, que orienten la actividad práctica progresista, sobre la que se forjen nuevas identificaciones igualitarias y emancipadoras.

Hay que dejar atrás la idea de una fuerte unidad ideológica y una gran cohesión organizativa de un bloque sociopolítico homogéneo. La experiencia de este último medio siglo y, en particular, de esta última y larga década, aportan muchas enseñanzas en esos tres campos cruciales en los que apunto más bien una actitud de seriedad crítica, voluntad unitaria y flexibilidad articuladora: supone revalorizar el debate teórico riguroso, priorizar los acuerdos político-estratégicos transformadores y regular el pluralismo político organizativo, todo ello bajo el prisma de un proyecto de país (de Europa y del mundo) más justo y democrático. Estos tres libros, desde su seriedad científica y diversidad ideológica, aportan una saludable profundización y renovación teórica.

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