Otras miradas

Miedo al depredador

Octavio Salazar Benítez

Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Córdoba

Edición en físico de la novela 'Vengo de ese miedo'. -Twitter @M_A_OESTE
Edición en físico de la novela 'Vengo de ese miedo'. -Twitter @M_A_OESTE

"Para mí ha sido muy difícil querer a mi padre, pero también ha sido fácil odiarlo"

Uno de los cambios más significativos que hemos experimentado en los últimos años ha sido la ruptura de los silencios que durante siglos mantuvieron a muchas personas –sobre todo, mujeres y menores de edad– atrapadas en sus heridas. Tras una larga historia en la que las violencias machistas estuvieron "en el armario", los relatos se han ido haciendo públicos. En una suerte de terapia no solo personal, desde el corazón y el dolor de las víctimas, sino también colectiva, en cuanto que ha ido dejando al descubierto las fallas de una comunidad que callando otorgaba. Sin embargo, todavía es menos frecuente que el foco se ponga en los menores en cuanto sufridores de esas violencias privadas. Esas que solo se escuchaban de puertas para adentro, danzando desnudas sobre un hilo quebradizo de miedos y temblores.

De ese horror nos habla Miguel Ángel Oeste en una novela que, sin renunciar a la ficción, parte de sus propias vivencias en una familia convertida en un páramo en el que siempre rigió la ley del más fuerte. Narrada con una sinceridad desgarradora, tanta que muchas páginas duelen al lector, como si nos salpicara el pus de los tatuajes emocionales que el narrador nos descubre, Vengo de ese miedo es uno de esos libros que, pese a la angustia que sangra entre sus renglones, es necesario leer para entender, y desde ahí empatizar, con quienes habitan un mapa vital hecho jirones. Encarnada la violencia en su piel de náufragos en una isla sin mar donde nadar. La playa pedregosa de tantos amaneceres solitarios. El cuerpo donde los golpes permanecen y contra cuya memoria solo caben las ficciones, la paz de la literatura, la salvación de las palabras.

Miguel Ángel Oeste, que desde su condición ahora de padre otea el horizonte, el de sus hijas, con la inquietud de quien no quisiera heredar las tierras podridas de sus ascendientes, se abre por entero para contarnos su infierno. Y lo hace describiendo con precisión de forense, como si estuviera sumando pruebas para un juicio sumarísimo, el proceso de envilecimiento de su madre, que acaba interiorizando en cuanto víctima el lenguaje de la humillación, y sobre todo la identidad de un padre al que con pocas y certeras palabras describe como un sujeto con "ADN de un depredador". El padre al que el hijo quiere matar. El referente obligado del que no sabe bien como huir. La herencia del odio que anda metido entre los pliegues de su piel. La de un niño que soñaba con tener la valentía de los superhéroes de cómic que leía para sobrevivir.

De esta manera, la novela es también un riguroso retrato de una masculinidad construida sobre las ansias de dominio y la legitimidad de la violencia, así como sobre la falta de empatía y compasión hacia los otros. Ay, ese abrazo siempre por llegar. La suma perfecta para provocar una tormenta alimentada por factores externos, como las adiciones, pero que tiene su centro en ese eje que conecta el falo con la sinrazón y la barbarie. Un clásico: la polla, enhiesta a ser posible, en un constante alarde, como expresión del poder de los hombres. ¿Te enteras, maricón de mierda?

Este feroz dibujo se acompaña de una precisa contextualización en un momento muy reconocible de nuestra historia reciente, de un marco social y económico en el que tan fácil le resultó triunfar a los depredadores. Ese paisaje que Oeste describe como si fuera un suelo pegajoso del que uno no puede escapar, como en esas pesadillas en las que no se encuentra el final del túnel.

Cuando el lector llega a las últimas páginas de Vengo de ese miedo – nunca un título expresó mejor la geografía del dolor -, se siente de alguna manera liberado, en el sentido de que ha vivido también un proceso de descubrimientos. De los monstruos que nos habitan y de los que también colectivamente nos definen como sociedad. Porque ese ADN del padre, en mayor o menor medida, todos lo llevamos dentro. Y a muchos, claro, nos da como mínimo miedo descubrir frente al espejo que hemos heredado el mismo lunar que lucía el patriarca. De ahí la necesidad de ir desatando el nudo que nos aprieta el cuello y de atrevernos a abrir las puertas de la jaula. Como hace Miguel Ángel, mientras vuela entre los cuentos que lee a sus hijas. En una habitación que en lugar de a semen, alcohol y suciedad acumulada, huele a esa fragancia indescriptible que emana de la ternura. El refugio que hace posible que una casa se convierta en hogar. En una casa siempre por construir. En un libro donde al fin habiten abuelos y abuelas sabias en el arte de amar.

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