Otras miradas

'As bestas': Un western entre el bar y la cocina

Octavio Salazar Benítez

La actriz francesa Marina Foïs en la película 'As bestas'. -CEDIDA/AContracorriente Films
La actriz francesa Marina Foïs en la película 'As bestas'. -CEDIDA/AContracorriente Films

Hace unos días debatía con una amiga por qué el cine de Alberto Rodríguez es tan "de hombres" y de qué manera en sus películas las mujeres apenas si son apéndices, personajes muy secundarios, sin entidad y sin voz propia. Una opción legítima pero que sorprende en un cineasta tan inteligente. La falta perspectiva de género y de, como mínimo, unas manos que en los guiones sean conscientes de que las mujeres son la mitad de la Humanidad, hace que su cine, del que alabo sus méritos artísticos, me deje siempre con un sabor agridulce.

Cuando algunos, y sobre todo algunas, planteamos que las películas pueden ser cómplices con la cultura dominante, no estamos defendiendo que las pantallas se conviertan en púlpitos feministas ni que en nombre del discurso se sacrifiquen la verdad de la narración. A lo que nos referimos es a la necesidad de que el cine, como cualquier arte, incorpore las miradas, las vivencias, los temas, que durante siglos han sido invisibles o secundarios, justamente por ser relativos a las mujeres o a lo femenino. Además de que sea capaz de ofrecernos historias que pueden ser las de siempre, pero con la incorporación de la realidad de las que siempre estuvieron en las notas a pie de página. Un compromiso que atienden buena parte de las jóvenes directoras que nos están sorprendiendo y algún que otro director que, como en el caso de Rodrigo Sorogoyen, es capaz de captar los latidos que otros no captan. Sin duda porque tiene siempre a su lado una mujer, Isabel Peña, con la que escribe a cuatro manos historias en las que vemos a mujeres con poder, con autonomía y no necesariamente dependientes de los hombres. Ahí está la magnífica Antidisturbios para certificarlo.

La última película de la pareja Peña/Sorogoyen , As bestas, vuelve a sorprendernos con una historia que es capaz de, en una suerte de vuelta de tuerca violeta a un western de esos que tantas veces hemos visto, ofrecernos un personaje femenino que representa la fortaleza en un mundo no hecho precisamente para las mujeres, aunque también el amor con sentido que tan lejos está del romántico visto tantas veces en la pantalla. Contada con ese pulso prodigioso al que nos tiene acostumbrados el director de El reino, y con algunas de las imágenes más potentes que he visto en la pantalla en los últimos meses, la película no solo es un soplo de aire fresco sobre muchas cuestiones de este siglo – el vacío del ámbito rural, el control de los poderes privados, la moral fácil de sostener por las clases privilegiadas, las desigualdades crecientes en un mundo no sostenible, las tensiones con los otros – sino que bien nos podría servir como ejemplo de cómo seguimos teniendo espacios ocupados y dominados por los hombres y por lo masculino. Una sucesión de pactos que generan poder y violencia. Y, claro, el miedo de quienes sufren ese poder. Bastaría alguna de las reuniones en el bar de la aldea para comprobar cómo la fratría se alimenta a sí misma. Una manada en la que el gran Luis Zahera compone la quintaesencia del macho desolado y de dientes afilados, del que incluso podemos admitir que tiene sus razones para estar sediento. El gran mérito de la película es que se limita a filmar con pulcritud lo evidente, sin subrayar lo que en manos de otro hubiera resultado más fácil: la agresividad con la que se comunican quienes parecen estar incapacitados para hacerlo emocionalmente. La violencia, y con ella el miedo, incluso el terror, está siempre en segundo plano. En medio de este círculo vicioso, Antoine -un soberbio Denis Ménochet- es uno de esos hombres que no encajan en la normatividad hegemónica, que sabe de las palabras y del tacto, de las plantas y de los mimos, que no anda como si llevara una pistola en cada mano. Un hombre que irremediablemente está condenado, como siempre pasa en las pelis del Oeste, a ser expulsado de la comunidad.

Pero, insisto, lo más poderoso de As bestas es el personaje de Olga (impresionante Marina Foïs) que, en la segunda mitad de la película, emerge como si fuera una heroína sin capa ni rifle. Una mujer que parece haber cobrado fuerza al cortarse el pelo, a la inversa de Sansón, y que se llena de valor y poder desde un ejercicio de autonomía, pero también de amor. El amor por su marido que se construye desde el amor hacia sí misma. En pocos trazos, el magnífico guion articula uno de los mejores personajes femeninos del cine reciente. El que captamos con todas sus fortalezas aprehendidas en una de las escenas más emocionantes de la película, aquella en la que es capaz de hacerse valer, en la cocina desordenada y cálida, desde el respeto a sí misma frente a una hija que empieza tratándola como una menor de edad.  Desconocedora de que su madre se ha forjado como una de esas plantas fuertes que se nutren de lo más hondo de la tierra.

Sería muy facilón concluir algo así como que las verdaderas bestias somos los hombres y que las mujeres son un remanso de paz. Nada más lejos del relato mucho más complejo que nos ofrece esta historia, de la que sí podemos concluir que la masculinidad, entendida como cultura que nos atraviesa a todos y a todas, produce monstruos. Y que la única salida hacia un mundo mejor viene de domar la bestia que llevamos dentro y de la sororidad que teje puentes éticos entre Olga y la madre de las bestias. Dos mujeres solas que saben bien la relación estrecha que hay entre amar, cultivar y cuidar(se). El poder constructor de los vínculos frente a la capacidad destructiva de la ira.

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