Otras miradas

El Golpe de Estado después del siglo XX

Leo Moscoso

El Golpe de Estado después del siglo XX
Seguidores de Jair Bolsonaro durante los ataques al Congreso.
MARCELO CAMARGO / XINHUA NEWS / CONTACTOPHOTO
10/1/2023 ONLY FOR USE IN SPAIN

1. Ni en Washington D.C., ni en Brasilia. Aunque muchos han hablado de intentona, lo cierto es que ni eso fueron. Lo que tenemos en Brasil es otro país dividido y otra exigua victoria, esta vez la de Lula sobre el bolsonarismo. Con la experiencia del Capitolio de Washington el 6 de enero de 2021 y la presencia en el guiso de Steve Bannon y su influencia, no ya sobre Trump, sino sobre Bolsonaro y sobre la extrema derecha latinoamericana y española, lo podíamos esperar. Podíamos incluso esperar que los verdaderos muñidores del motín de Brasilia —Anderson Torres, Jair Bolsonaro y la legión de evangelistas integristas de sus partidarios— intentaran algo más audaz. Por el momento, se han conformado con otra fiestecita de disfraces. Ahora en Brasil, con pelucas verdes y amarillas. No ha habido situación de doble poder y la administración de Lula, así como sus fuerzas policiales, ya han reaccionado, sofocando la algarada y practicando los ceses y las detenciones necesarias. Varios centenares, según distintas fuentes. ¿Respiramos tranquilos?

Conviene no hacerlo, porque cuando fracasa un golpe de Estado, el horizonte que se abre —como saben muy bien los españoles que conocen su propia historia— no es otro que el de la contienda civil. Detrás de la judicialización están siempre los fusiles, porque, como dijo el filósofo aquel, en la colisión entre dos derechos no puede decidir más que la fuerza. En Brasil, lo han intentado con los jueces, y ahora querían el Ejército. Con todo, no ha habido un golpe de Estado. Y no porque Lula —quien, desde su ajustada victoria en segunda vuelta, también ha cometido no pocos errores— haya sofocado la algarada. Para que se verifique un golpe de Estado, tiene que abrirse una situación de doble poder, y al menos una fracción del ejército ha de ponerse del lado insurrecto. En Brasil no se ha abierto paso una situación de soberanía múltiple, ni las fuerzas armadas se han puesto del lado de los amotinados. Todo lo más, han ejercido una suerte de golpismo pasivo dejándoles hacer. Tampoco en este caso ha estado la judicatura del lado de los que hubieran querido un golpe, pues, aunque los sigue habiendo muy de ultraderecha, los jueces brasileños ahora —después de haber reconocido que el golpe judicial contra Lula fue fraudulento—ya no están con Bolsonaro. Lula, eso sí, parece haber tomado nota de las lecciones chilenas. Sabe que tiene que poner orden en su estado mayor: al menos, si no se quiere acabar nombrando jefe del ejército —o manteniendo en el cargo— a un Pinochet de turno, que después le bombardee su palacio de La Moneda.

¿Por qué decimos entonces "fiestecita de disfraces"? No estamos tratando de quitar substancia al acontecimiento, como ha hecho la derecha española poniéndose de perfil. Los sucesos de la Praça dos Três Poderes de Brasilia han sido problemáticos, pero no han tenido consecuencias a corto plazo. Fatídico —como vio el sociólogo Erwing Goffman en 1967— es algo a la vez problemático y consecuencial. Habrá consecuencias en el futuro: eso nadie lo duda. Como dijimos en otro momento, aunque por ahora no se les vea, están viniendo. Otra cosa es que quienes jugaron la carta de la sedición hayan apostado a ver si había o no había consecuencias inmediatas. ¿Las masas nos seguirán o no nos seguirán? ¿Habrá o no habrá represión? Juegan a ver si ocurre algo. Como en el putsch de la cervecería de Munich en 1923, están a la búsqueda de un turning point. Y por eso, más acá de sus siempre supuestas intenciones, no pueden ni siquiera ser descritos como "sediciosos"".

2. Pero los golpes de Estado ya no son lo que eran: el siglo XX nos había acostumbrado a imaginar a grupos de militares con bigotito fascista moliendo a culatazos a los "subversivos". Cierto que hemos visto cosas parecidas en las matanzas de Sacaba (Cochabamba) y Senkata (La Paz) tras el golpe contra el presidente Morales en Bolivia en 2019, y lo hemos vuelto a ver más recientemente en la represión desatada contra los partidarios del presidente Castillo en ciudades peruanas como Arequipa, Ayacucho, Juliaca , Puno o en la propia Lima. El problema es que no todos los golpes de estado se originan en el ejército o en el poder ejecutivo. Ciertamente, más allá de la violencia judicial siempre encontramos el ruido de los sables, incluso cuando, como en Washington D.C. o en Brasilia, las fuerzas armadas federales no intervienen sino que, simplemente, dejan que la turba siga su camino. Ahora bien, la violencia militar, activa o pasiva, es de corto recorrido. Cierto que cuando la violencia material debe decidir entre dos o más derechos, la participación del ejército es condición necesaria. Pero no es condición suficiente. Más allá de la táctica militar, hay golpes de estado promovidos por un ejecutivo autoritario; hay golpes de Estado promovidos por el poder judicial, e incluso —como supieron muy pronto los enemigos de Oliver Cromwell durante la Revolución Inglesa— puede haber golpes de Estado promovidos por el mismo legislativo parlamentario.


Era esa justamente, por cierto, la teoría del golpe de Estado defendida por el fascista Curzio Malaparte que, desde la Marcia su Roma de octubre de 1922, ponía a los fascistas italianos como ejemplo contra la "tibieza" de los nazis en Alemania. Alemania —cree Malaparte— camina visiblemente hacia el golpe de estado parlamentario: esa es la distancia entre la cervecería de Munich y la victoria electoral del partido nazi; es la distancia entre 1923 y 1933. Una distancia que permite a Kurt Erich Suckert —nombre de nacimiento de Malaparte en Prato (Toscana)— afirmar sobre Adolf Hitler, como hizo en el capítulo VIII de su Technique du Coup d'Etat (1931) que "tras el abortado coup d’etat de Hitler, Kahr y Ludendorff del año 23 en Munich, toda la violencia revolucionaria de Hitler se ha vuelto nada más que retórica" (...) y las Stoẞtruppen se han convertido —dice Malaparte aludiendo a las organizaciones de los jovencitos chulos y camorristas de la extrema derecha francesa antisemita de la época— en "Camelots armados, pero dóciles". Aunque las camisas pardas seguían ejerciendo la violencia contra los izquierdistas, y aunque las elecciones fatídicas no fueron las de 1933 sino las que tuvieron lugar en julio y en noviembre de 1932, Hitler, como se sabe, acabaría formando un gobierno después de consolidar una mayoría minoritaria en el parlamento alemán. Cuando Alemania caminaba hacia las elecciones de marzo de 1933, buena parte del trabajo de eliminación de la oposición de izquierda estaba ya hecho.

Puede haber un parlamento golpista. ¿Qué nos habíamos creído? Como es propio de la derecha intransigente a la que perteneció, Malaparte confunde revolución y golpe de Estado. Pero también descubre, mal que le pese, que hay una vía parlamentaria hacia el fascismo. Esa es la parte verdaderamente valiosa de su legado. Esa vía "pacífica" o, al menos, no militar, hacia el fascismo no es la de las camisas negras italianas, ni la de las Stoẞtruppen del nazismo antes de 1933. Esa vía es la de Hitler. Ello debería servirnos para advertir hoy que no todos los golpes los promueve el ejecutivo o el ejército. Un parlamento infestado de ultraderechistas y de fujimoristas puede promover un golpe de Estado, como sucedía hace unas semanas en el Perú, antes de que el presidente Pedro Castillo intentase disolver la cámara y convocar elecciones a una nueva asamblea constituyente. También el golpe de Estado puede ser promovido por un movimiento popular, como vimos en el Capitolio de Washington D.C., o como hemos visto en la explanada de los tres poderes en Brasilia.

El caso es que, aunque muchos de los movilizados en el Distrito de Columbia y en Brasilia hubieran apoyado un golpe de Estado sin pestañear, lo que se ve en esos dos escenarios son sendas algaradas sin consecuencias visibles a corto plazo. La preferencia de los demócratas por los movimientos populares no debe cegarnos aquí: una parte de la soberanía popular se está expresando también en esos tumultos que no nos gustan nada. Son manifestaciones de la soberanía popular, aunque se trate de una soberanía popular que quiere, por así decir, suprimirse a sí misma. Se trata —como en el asalto al consistorio de la murciana ciudad de Lorca— de una soberanía que no acepta las decisiones democráticas (ni las ya tomadas, ni —como en Lorca— las que pudieran tomarse en el futuro).


Ahí radica la diferencia con el movimiento del primero de octubre de 2017 en Catalunya. Los insurgentes catalanes quieren votar pero no pueden; los sediciosos brasileños pueden votar pero no quieren. Querrían que el ejército gobernase por ellos. En los distritos federales de Washington y de Brasilia estamos ante movimientos populares que se oponen al principio republicano de la mayoría parlamentaria: en estos dos casos se trataba de impugnar el resultado de las elecciones, es decir, de cortocircuitar el funcionamiento del juego electoral y de quebrar, por consiguiente, el principio de la soberanía popular. La que aquí propongo no es una argucia kantiano-progre, como algún integrista podría creer. Está claro que todo rodear el congreso es un movimiento de protesta popular. Pero los demócratas ni queremos, por un lado, criminalizar la protesta social y política, ni tampoco podemos decir, por el otro, que si los amotinados están del lado de la democracia entonces representan la soberanía popular y, si no lo están, entonces es que han sido manipulados. No nos puede bastar que unos sean los nuestros y los otros no: si creemos que nuestras razones son mejores, entonces deberíamos ser capaces de mostrar que nuestras razones son mejores.

3. Y lo son. ¿Por qué son mejores? A tal efecto, quisiera, en primer lugar, referirme a la distinción entre democracia y dictadura. Lo contrario de la democracia no es la dictadura. Lo contrario de la democracia es la autocracia. La dificultad de esta distinción es la que nos permite comprender por qué no comprendemos que es posible hablar de una "dictadura democrática", de un golpe de Estado "parlamentario" o de una dictadura parlamentaria. Algo parecido cabe decir de la compleja relación entre revolución y golpe de estado. La revolución no es un golpe de estado: no basta la conspiración, tiene que haber una insurrección popular. Esa insurrección es la que rescata el principio de la soberanía popular y del poder constituyente; un golpe de estado puede ponerse del lado plebeyo... o no. La insurrección, en cambio, no puede contradecir la voluntad popular porque ningún pueblo se alza contra sí mismo, es decir, porque la plebe no puede oponerse a la plebe. De esa revolución del derecho dimana, podríamos decir, el derecho de la revolución.

Es posible, por consiguiente, que para describir los sucesos de las explanadas del Capitolio y de la Praça dos Três Poderes nuestro mejor término sea, por el momento, el de "desórdenes públicos agravados". La rebelión y la sedición presuponen otros elementos. La rebelión exige violencia armada (de ahí re-bellum, como distinguió el propio John Locke), y la sedición —delito que ha desaparecido también de casi todos los códigos penales europeos—... en fin, no puede haber sedición si no se subvierte el principio de la soberanía popular, del que dimanan todos los demás poderes del Estado. No basta con "intentarlo". En resumen, el de la soberanía popular es el nudo de nuestro problema.


En efecto, en Barcelona, en Lima tras el golpe parlamentario, y en La Paz se defendía la soberanía popular. En Washington y en Brasilia no. Ahora bien, que las fiestecitas de disfraces de Washington y Brasilia no defendieran el principio de la soberanía popular no significa en modo alguno que este principio fuera subvertido. Es importante subrayarlo si no queremos deslizarnos por la peligrosa pendiente de la criminalización de toda forma de protesta popular. Unas veces porque no se quiere, y otras porque no se puede, no toda movilización popular es golpista. Aceptar semejante cosa sería tan absurdo como afirmar que la Revolución de Octubre de noviembre de 1917 fue el resultado de un golpe de estado. Ahora bien, este principio debe ser aplicado across the board. Es por ese motivo que, frente a la virulencia de las condenas contra el 15M, Rodea el Congreso, o el 1-O catalán, sorprende la candidez con la que se aceptó el golpismo pasivo del asalto al Capitolio o los altercados del llamado Euromaidán de 2014.

No eran ni el 15-M ni el 1-O catalán la expresión de la resistencia de oligarquía alguna a perder sus privilegios frente a una mayoría social o parlamentaria que pudiera serles adversa. Al contrario: eran movimientos de la plebe pidiendo paso a la oligarquía que los estaba oprimiendo. En cambio, sí se detecta esa resistencia en los movimientos del 6 de enero de 2021 en Washington y del 8 de enero de 2023 en Brasilia. Los que querrían ser el partido insurrecto pero no pueden, se esfuerzan por mandar a la población el mensaje de eso que Gramsci llamó parlamentarismo negro [CQ, XIV (I): § 74]. Esto es, para que haya paz civil en un "régimen de partido tácito", tienen que efectivamente gobernar los del partido tácito.

Las reflexiones de Gramsci en la cárcel pueden ser una buena guía para volver a pensar las relaciones entre la guerra y la política. El apotegma de Clausewitz era que la guerra no es más que la continuación de la política por otros medios. La fórmula de Clausewitz nos permitía comprender el golpe de Estado como la continuación de la política por otros medios. Esa descripción puede naturalmente incluir a la guerra judicial. Ahora bien, ¿y si la política no fuera más que la máscara totémica del golpe de Estado, una especie de disfraz desmilitarizado del Estado de excepción? ¿Un momento, como dice el perspicaz bibliotecario Gabriel Naudé en 1639, en el que el Estado regresa a la violencia originaria que lo fundó? Naudé seguramente está pensando en la matanza de los hugonotes de 1572 como modelo de golpe de Estado: un atentado contra el derecho común en nombre de un bien público que la clase dirigente considera de mayor valor, como es el caso de la unidad del Estado. También los sucesos recientes de Perú y Bolivia muestran que detrás del lawfare está siempre el warfare. Por eso, el problema de los jueces en países como España no es sólo de cualificación: es de sectarismo. Que la sede de la soberanía popular tenga influencia en el nombramiento de jueces y magistrados del CGPJ y del TC es control democrático, no politización de la justicia. Politización de la justicia es, en cambio, que los jueces dicten sentencias ideológicas, sectarias o a las órdenes de los partidos que los nombraron.


Tal vez, entonces, habría que darle la vuelta al esquema de Clausewitz y reconocer que no es que la guerra sea la continuación de la política por otros medios. Antes bien, podría ser que la política no fuera más que la continuación de la guerra por otros medios. La continuación... ¿de qué guerra? Pues de la guerra entre las clases, entre la oligarquía y la plebe. Una guerra sorda y pertinaz. Lo hemos visto en Bolivia y Brasil: si las urnas no, entonces los jueces, y cuando los jueces tampoco, entonces —como han hecho los de Bolsonaro— llamamos a los militares (aunque no nos hagan caso). Fiel a su propio historial de golpes de Estado apoyados por la milicia —más de un centenar desde el fin de la colonia hasta el último intento de la golpista Jeanine Áñez—, Bolivia incluso se saltó la fase de la judicialización. Pudiendo usar la milicia, ni falta que les hicieron los jueces. Y ese modelo de golpe podría volver. Atentos.

 

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