Otras miradas

¿Somos racistas en el cole? Experiencias de una maestra

Oti Corona

Profesora de Primaria en la escuela pública

Alumnos con mochila del Colegio Privado Alameda de Osuna durante el primer día del curso escolar 2020-2021, en Madrid. Foto: Jesús Hellín / Europa Press
Alumnos con mochila del Colegio Privado Alameda de Osuna durante el primer día del curso escolar 2020-2021, en Madrid. Foto: Jesús Hellín / Europa Press

En un poblado de África tienen un grave problema con la sequía, por lo que una de las chicas del pueblo contacta con un equipo de jóvenes europeos para pedir ayuda. El grupo se moviliza de inmediato y encuentran una solución: viajan a la Antártida, cargan hielo en un barco que transporta una nevera gigantesca y lo llevan hasta el poblado. Una vez allí, dejan que se derrita para crear un pequeño embalse. En las imágenes, los rescatadores visten a la europea y los africanos van descalzos, son muy pobres y su protagonismo se limita a esperar a que el mundo civilizado les solucione la papeleta. Tanto es así que ni se molestan en echar una mano mientras se descarga el agua, sino que se quedan a un ladito, a mirar cómo trabajan los europeos y a aplaudir y dar las gracias cuando por fin consiguen su propósito. El cuento acaba con los africanos disfrutando del agua junto con los monos. Esta historieta –que pretende ser simpática y resulta terrorífica– forma parte de un libro de inglés actual, publicado por una editorial muy conocida. Racismo en vena para alumnos de diez años.

En un curso fui tutora de 27 niñas y niños de esa edad. Sabía que en un aula masificada y sin apenas luz natural, donde el calor era sofocante incluso en lo peor del invierno, me aguardaban memorables aventuras. Sin embargo, me pilló por sorpresa que escogiesen como delegado al compañero mentiroso y faltón, al que un día sí y otro también les insultaba o les agredía físicamente. Solo había dos alumnos blancos en el aula. Es posible que ese chico tuviese alguna competencia para el cargo que yo no supe ver; por otra parte, cabe la posibilidad de que el color de su piel supusiese un incentivo a la hora de elegirle. Bueno, me la voy a jugar: sí, ganó la votación porque era blanco.

En una excursión compartimos merendero con un grupo de niñas y niños de uno de los centros privados de la ciudad que no tuvieron ningún reparo en acercarse a los míos pero no para jugar con ellos, ni siquiera para presentarse o hablar; venían a mirarlos. Porque tenían un tono diferente de piel, porque hablaban distinto. Nos rodearon y pasaron largo rato observándonos, como si fuésemos un zoológico ambulante. Si bien la actitud de los chavales era preocupante, la alarma real la provocaba el escaqueo del profesor, que optó por mantenerse a una distancia prudencial en lugar de aprovechar la ocasión para explicar a sus alumnos que había vida más allá de los muros de su escuela de élite en las afueras.

Durante ese periplo maravilloso por colegios en los que la práctica totalidad del alumnado estaba formado por niños no blancos, recuerdo cómo nos trataban algunas personas cuando transitábamos por la calle o coincidían con nosotros en visitas culturales. Claro que había adultos afectuosos y amables con nuestros chiquillos, pero en varias ocasiones recibieron reprimendas por hacer exactamente nada y miradas de reprobación por ocupar un espacio en la acera por la que caminábamos. Cuando, un tiempo después, pude comparar el trato que normalmente se da a los críos de excursión cuando el blanco es el color predominante, fui consciente del desprecio que, de manera casi imperceptible pero constante, sufren los niños de piel más oscura.

En el colegio que me tocó en suerte tras aprobar mis oposiciones, me sorprendió ver tantos niños blancos, acostumbrada como estaba a trabajar en barrios con elevados índices de inmigración. Durante el traspaso de información antes de empezar el periodo lectivo, uno de mis compañeros me explicó, muy ufano, que en su centro también había extranjeros, puesto que tenían un inmigrante en la escuela. A mediados de septiembre conocí al nene en cuestión. Era un niño adoptado... y negro. Llevaba en nuestro país desde los cero años de edad y era más catalán que la sardana.

Reconocer que hay racismo en los centros es doloroso pero omitir o maquillar el rechazo que soportan muchos alumnos no blancos en las aulas sería imperdonable. Claro que, a poco que una mire alrededor, se encuentra con un partido político que cuelga un cartel electoral en el que se culpa a los menores no acompañados de la pensión miserable de la abuela, con unos materiales escolares en los que apenas aparecen personas negras o con aficionados que ejercen una violencia que casi siempre queda impune contra futbolistas negros. Cómo no va a ser racista una escuela que se nutre de esta sociedad.  Cómo no van a normalizar el racismo quienes lo sufren ya en sus primeros pasos por este mundo, que lo toman casi como una fatalidad del destino. «Qué mala pata», pensaría aquella niñita de seis años que, resignada, confesó a su tutora: «Creo que mis amigos me querrían más si no fuera negra».

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