Planeta Axel

Abramovich: la ambición sin límite

Ujtá. Ciudad industrial situada en el noroeste de Rusia. A unos 2.000 kilómetros de Moscú. Poco más de cien mil habitantes. La vida transcurre como pasada por un filtro grisáceo. Todo parece lejos, todo está lejos. Los días se suceden lentamente mientras las fábricas locales van extrayendo petróleo cerca del río. Aparentemente, hablar de un sitio como este en un periódico español suena raro. Pero allí creció y estudió Roman Abramovich.

Cuando el hoy presidente del Chelsea vivió allí, en casa de su tío, que le cuidó a él y a su hermana al morir sus padres –se quedó huérfano a los tres años-, quizá no había oído hablar nunca del club londinense. Es posible que ni le interesara el fútbol: cuentan que fue una afición que le vino ya de adulto, no mucho antes de desembarcar en ese barrio elitista de la capital inglesa. Lo que aprendió Abramovich en Ujtá fue el valor del petróleo. Allí casi todo el mundo vivía de él. Así que cuando creció y las reformas de Gorbachov permitieron la creación de pequeñas empresas privadas, enseguida se encaminó hacia ese sector. Y a principios de los noventa ya poseía cinco compañías que comerciaban con él. De este modo nació su fortuna. Una fortuna que ha tenido una influencia importantísima en el fútbol europeo en los últimos años.

Es complicado explicar cómo llegó a la cima desde la nada. Su caso puede asemejarse al de personas que tuvieron que convivir desde muy pequeñas con grandes dificultades y desarrollaron un espíritu repleto de determinación, enfocado únicamente a labrarse un camino que les cambiara la vida. Abramovich habría escuchado en su casa la historia de sus abuelos paternos, que tuvieron que marcharse refugiados a Siberia cuando las tropas soviéticas ocuparon Lituania en 1940. Los otros, los de fuera, habían marcado el destino de sus antepasados. Eso no podía ocurrirle a él: debía encontrar la fórmula para pasar al otro extremo. De ser él quien marcara el destino de los demás.

Esa fórmula se llamó dinero. Y éste siempre estuvo de su parte. Los negocios funcionaron de maravilla y su riqueza no dejó de crecer, sobre todo después de adquirir el control de la compañía petrolífera Sibneft, una de las más importantes del país. Con la vida resuelta a nivel económico, Abramovich pudo dedicarse a otros asuntos, siempre relacionados con el poder. Siempre enfocados a hacer crecer aún más su prestigio a nivel internacional. A la política. Pero también al fútbol.

Y aunque surgieron voces que reclamaron que invirtiera en el balompié de su país –patriotas rusos que esperaban que convirtiera al CSKA, al Spartak o al Lokomotiv en potencias continentales-, decidió apostar por Inglaterra. El Chelsea no fue una elección sencilla. Los colores, es evidente, le importaban poco. Le daba igual uno que otro. Si se quedó con los blues fue porque en aquel momento eran, de los grandes, los que peor estaban económicamente. Los que más fácilmente accederían a vender. Los que podía adquirir con un desembolso menor. Así nació la era del Chelski.

El resto de la historia es conocido por todos. El conjunto londinense ha ganado más títulos que ningún otro equipo en su país durante el reinado de Abramovich, pero para el mandatario ruso no los suficientes. Un hombre de su ambición no se conforma con torneos locales: quiere lo máximo, lo global. Así que aprovechó la primera crisis de resultados para que su choque de personalidades con Mourinho se hiciera insostenible. Sin el portugués en el banquillo aumenta su control sobre el equipo. Por mucho que Avram Grant dijera que actuaría con independencia, sus primeras alineaciones parecen mucho más del agrado del ruso. Con Shevchenko titular.

El riesgo es máximo. Los conflictos en un vestuario muy afín al técnico de Setúbal amenazan con ser cada vez más importantes. Y Abramovich, el hombre que ha podido con todo, puede encontrar en el fútbol su primer fracaso.

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