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Hijo de Certaldo, emperador de Roma

Como Giovanni Boccaccio, Luciano Spalletti nació entre los viñedos de Certaldo. Aunque su legado nunca llegará a las cotas artísticas del autor del Decamerón, su estilo futbolístico parece influido por la feria de teatro ambulante que se desarrolla en las calles de su pequeño pueblo toscano. En él reina la alegría, la improvisación aparente, la movilidad constante. Enamora al espectador, provoca un efecto inusual en el calcio. Por ello, su fama se ha extendido mucho más allá de las construcciones medievales en las que aún habitan sus vecinos. Desde el trono que representa el banquillo más popular de la Ciudad Eterna, Spalletti es reconocido por todo un continente al que ahora, cual emperador romano, quiere conquistar.

Su pasado de jugador no podía anticipar de ninguna forma una carrera como técnico tan celebrada. Nunca fue una figura, aunque sí llegó a la condición de héroe local. Fue muy querido en Spezia, donde estuvo cerca de ascender por dos veces a segunda división. Ese fue su límite como futbolista, la parte alta de la Serie C1. En esa categoría de héroes modestos, sólo vitoreados en las pequeñas tabernas de las ciudades diminutas, se convirtió en un clásico. Tras llegar a capitanear la escuadra de la segunda localidad costera de la Liguria, Luciano decidió volver a su tierra para retirarse cerca de casa, en el Empoli, un equipo pequeño que pocos años antes había vivido el milagro de ascender a Serie A. Pero esa hazaña pareció fruto de una fortuna transitoria, ya que dos descensos consecutivos retornaron al conjunto toscano a la división natural del futbolista Spalletti.

Pronto descubrió Luciano que su verdadera vocación se encontraba fuera del campo, a escasos centímetros de la línea de cal. Pocos meses después de su retirada, estando el equipo en una situación muy comprometida, le propusieron dirigir los últimos encuentros de la temporada para intentar evitar el descenso a la cuarta categoría. El Empoli logró el objetivo en un dramático play-out ante el Alessandria. En ese equipo que se acercó al abismo militaba un jovencísimo Vincenzo Montella, con quien Spalletti se reencontraría tres años después en la Sampdoria y una década más tarde en la Roma, donde apenas le daría oportunidades. Pero faltaba aún mucho para aquello. En ese momento, ambos eran personajes anónimos cuyos nombres sólo figuraban en letra pequeña en las páginas más perdidas de los rotativos deportivos de color rosa.

En verano de 1995, Il aeroplanino se marchó al Genoa para catapultar su carrera hacia el estrellato. Sin su mejor delantero, Spalletti logró iniciar un ciclo victorioso que devolvió al Empoli a la Serie A gracias a dos ascensos consecutivos. Ahí, no había duda, estaba forjándose un entrenador de futuro indudable. No sólo por sus resultados, también por el estilo atrevido que derivó en un fútbol espectacular. La salvación la siguiente temporada en la máxima categoría convenció definitivamente al mundo del fútbol italiano para que aceptara en su elite a un nuevo miembro. La Sampdoria llamó a la puerta y Luciano regresó de nuevo a la Liguria, esa tierra que tantas alegrías le había reportado cuando vestía la camiseta blanquinegra del Spezia.

Su ascenso meteórico se tomó entonces un respiro. No era lo mismo liderar un proyecto en una institución pequeña en la propia Toscana que dirigir a equipos históricos de ciudades desconocidas. El proceso de adaptación requirió cierto tiempo y algunas experiencias poco afortunadas. Además de a la Samp, entrenó al Venezia, al Udinese y al Ancona. Pero cuando la entidad friuliana le dio una segunda oportunidad, Spalletti no falló y se instaló definitivamente en un bólido imparable que le acabaría conduciendo a los altares de los banquillos transalpinos. Llegó un mes de marzo con el equipo peleando por evitar el descenso. Logró la salvación y empezó luego un proyecto que colocaría a la ciudad de Udine en los mapas estrellados de la Champions.

Fue una escalada progresiva. Primero la UEFA, luego el cuarto puesto para que su hinchada pudiera conocer Barcelona, Atenas y Bremen. Triunfos de prestigio como uno en San Siro ante el Milan le pusieron en el primer plano mediático. Su fútbol atrevido daba gran importancia a la velocidad y a las bandas. Él propulsó las carreras de Vincenzo Iaquinta, David Di Michele, Sulley Muntari, Marek Jankulovski, Martin Jorgensen y David Pizarro. Fue un equipo memorable, pero Luciano entendió enseguida que difícilmente podría repetirse ese éxito. Los nuevos cracks se irían y el peso de la Champions perjudicaría a una entidad no acostumbrada a los altos vuelos. Así que anunció su intención de marcharse. Sólo podía ir a un grande. Fue la Roma, que estaba atravesando un momento desastroso.

Spalletti devolvió la alegría a la capital con su fútbol de apariciones por sorpresa, de especialistas en la llegada, de ocupación de los espacios vacíos. El mundo se puso las manos a la cabeza cuando decidió jugar sin delantero centro nato y situó a Totti como hombre más adelantado. Pero el invento funcionó. Las zagas rivales no sabían a quién marcar y tenían grandes problemas para controlar la segunda línea. Y Francesco se convirtió en Bota de Oro del fútbol europeo firmando la mejor marca de su carrera. La Roma superó un registro nacional de victorias consecutivas, se clasificó dos veces seguidas para la Champions y levantó los trofeos de Coppa y Supercoppa tras seis años sin títulos. Y hoy Certaldo ya tiene otro hijo honorable al que dedicarle una plaza: un estratega que ha trasladado la lírica de Bocaccio a los verdes campos con gradas.

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