Carta con respuesta

Relaciones dactilares

Vivimos en una sociedad dominada por la alta tecnología en la que desde cualquier lugar del mundo y a cualquier hora puedes contactar con quien desees. Sin embargo, casi ha caído en desuso el hábito de escuchar, que no oír, a un hipotético interlocutor. Me refiero a escuchar, sin más, y sin que para ello deba darse una opinión, ni solucionar el problema y, menos aún, para que después la conversación sirva de chascarrillo de tertulias de café. Me refiero a escuchar, sin prisa, sin interrupciones, sin juicios, simplemente dejando que la persona se exprese. Cuando alguien se muestra receptivo y ofrece sus oídos puede descubrir cuán necesitados estamos de que nos escuchen, ascendiendo esta necesidad en proporción a la edad. Sin duda alguna, deberíamos poner a prueba esta experiencia; nos llevaría a adoptar una actitud ante la vida mucho más positiva, huyendo de los individualismos que imperan en esta sociedad. En nuestra mano está dejar que se cree una nueva profesión; la de ‘oidor/a’.

IZASKUN FERNÁNDEZ URIBE, Girona

Antiguamente sí que existía la profesión de oidor: era un juez. Ése es quizá el problema, como bien dice: el que oye, juzga. Queremos que nos escuchen, pero que no nos juzguen; aunque por desgracia, lo habitual es que todo lo que decimos pueda ser utilizado en contra nuestra. Ojalá pudiéramos, como en las películas, acogernos a la quinta enmienda, y así no declarar contra nosotros mismos. Quizá por eso predominan las relaciones tecnológicas, como señala usted: a través de Internet podemos declarar como testigos protegidos, bajo una identidad falsa y con garantías de impunidad. Las relaciones digitales exigen (pero también ofrecen) menos que las dactilares.

En una conversación, suelo aprovechar el tiempo durante el que está hablando mi interlocutor para pensar en lo que voy a decir yo a continuación, en lugar de atender de verdad a lo que está diciendo. Así no hay manera. Me gusta mucho jugar al ajedrez y, en el tablero, he tenido que disciplinarme para no pensar en mi próxima jugada hasta que el adversario haya movido. El otro también juega y, si pienso antes de que haya movido, pierdo capacidad para evaluar la posición real (y no la que yo imaginaba que iba a producirse). En la conversación intento educarme igual (no sé si con mucho éxito): escuchar lo que de verdad me dicen, sin intentar adivinar lo que me van a decir o aprovechar para pensar mi próxima jugada.

No quiero llevar más lejos la comparación. "El ajedrez es la vida", decía Bobby Fischer. A mí no ha logrado convencerme: como usted, también querría que la vida fuera un tablero en el que cooperamos, en lugar de intentar prevalecer. En la vida no quisiera ganar, si es al precio de la derrota de otro.

RAFAEL REIG

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