Carta con respuesta

La excepción

Una cosa tan simple como bajar y subir del tren se convierte en un ejemplo de mala educación. Me parece lógico que si un grupo de personas quiere subir al tren, deje antes bajar al grupo que ya va en él. Primero, se vacía y luego, vuelve a llenarse. En cambio, me encuentro con empujones y, a veces, casi sin poder bajar. Creo que los más pequeños detalles en nuestra vida diaria acabarían mejorando considerablemente los espacios urbanos donde nos movemos. No es tan difícil.

SOFÍA MÖLLER BARCELONA

Que no es tan difícil? Pues hay quien mantiene que los padres tienen el derecho a educar a sus hijos de acuerdo con sus propias convicciones. Y qué duda cabe: una de las convicciones más arraigadas en el ciudadano es la de que a él no le tose nadie, que ella siempre tiene más prisa que los demás y que ningún Gobierno le va a decir (¡a él!) cuánto puede beber antes de ponerse a conducir. ¿Ceder el paso? Oiga, ¡usted no sabe con quién está hablando!

Una de las escenas más repetidas en la vida municipal es ésta: hay dos puestos (dos cajeros automáticos, ventanillas, taquillas, etc.); uno está vacío y, en el otro, hay una larga cola. ¿Qué hace el español medio? Lo tengo más que comprobado: llega, mira, saca sus conclusiones y... se va directo al puesto vacío, con la cabeza muy alta. Cuando llega, comprueba con asombro que no funciona o que es para otra cosa. "Es que yo venía a...", argumenta. "Sí, como todos los de la cola", se le intenta explicar. Entonces prorrumpe en invectivas generalizadas. Los que estamos en la cola no podemos dejar de preguntarnos: esta señora, ¿a qué conclusión había llegado? ¿Que todos los demás somos tontos de remate y ella, en cambio, la única con un gramo de cerebro? ¿Que estábamos esperando en fila únicamente porque no somos tan despiertos? Que los demás tengamos que hacer cola le parece lógico, pero ¿también ella?

Partiendo de la base de la propia excepcionalidad, el español medio acepta la ley, el sentido común y las normas de convivencia con el mismo fatalismo torticero con el que acepta la muerte: es algo inevitable, sí, claro; pero en realidad sólo les pasa a los demás. Las normas, como la muerte, nunca son de aplicación en su caso particular, porque él, cuando aparca en doble fila, siempre "es sólo un momentito" y, si atropella a los otros para entrar en un vagón, será porque ella tenía más prisa que los demás. Un español nunca se encuentra en el mismo caso que el resto de los ciudadanos. Lo suyo siempre es muy distinto y, por lo tanto, a él ¡cómo se le va a aplicar el reglamento!: es la excepción. Todo el mundo acepta la norma general, claro que sí, pero antes ha decretado para sí mismo el estado de excepción permanente, ¿qué pasa?

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