Carta con respuesta

Mal de altura

Las noticias sobre la crisis son trágicas y desalentadoras. Muchas familias están sufriendo. Creo que ha sonado la alerta para recuperar valores perdidos; hay que renunciar a la superficialidad y apuntarse a la austeridad y la solidaridad con los más desafortunados. Han descendido los divorcios un 20%. Quizá sea también hora de recapacitar y pensar que, con esfuerzo y generosidad, puedan recomponerse muchas familias.

MARÍA TERESA DELÁS BARCELONA

Tengo la sensación de que no ha entendido la noticia. No hay menos divorcios porque los matrimonios, con pan y cebolla, descubran de pronto que se quieren más. Es porque no tienen ni un euro para divorciarse. Vivir separados sale muy caro. Sin embargo, convivir a la fuerza, encadenados uno a otro por la miseria, es un castigo tan despiadado que nadie lo merece.

Lo que me fascina (con esa fuerza irresistible con la que atraen los abismos) es preguntarme desde qué lugar, desde qué posición moral, escribe usted. ¿Cómo ha llegado a dictaminar que, a quienes se divorcian, lo que les pasa es que les falta esfuerzo y generosidad? Usted eso lo arreglaba en dos patadas, ¿verdad?, no como ellos, que son indolentes y egoístas, y por eso se divorcian. Esfuerzo y generosidad... ¡cómo no se nos había ocurrido hasta ahora! ¿A qué pináculo hay que encaramarse, qué cota de autocomplacencia hay que escalar, desde que pájaro en vuelo se puede mirar al resto de la humanidad tan por encima del hombro? Vistos desde tan arriba, los demás debemos de parecerle hormigas, ¿a que sí? Ciegos insectos que no ven la solución más fácil, la que usted, desde su posición elevada, descubre de un solo vistazo: esfuerzo y generosidad, así de sencillo. Los demás, ya ve usted, se conoce que somos criaturas rastreras, diminutas y miserables: a veces nos rendimos y, cuando la pobreza nos impide divorciarnos, encima nos lo tomamos como una mala noticia, en lugar de recapacitar y darnos cuenta de que es por nuestro propio bien.

Desde el suelo, levantamos la vista a las alturas para admirarla con temor reverencial, aunque le confieso que a veces pensamos en el frío que tiene que hacer ahí arriba, azotada por el viento y bajo la lluvia, solitaria como una veleta; y algo de compasión sentimos al verla en lo más alto de la cúpula, con el gesto rígido de una gárgola iracunda y oxidada. Gracias, pero preferimos este hormiguero acogedor. Más que nada, por el calor humano.

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