¿Tendrá futuro la UE?

Coronavirus, la Unión Europea y la tormenta

La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Layen, interviene en un pleno especial del Parlamento Europeo sobre la crisis del coronavirus. EFE
La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Layen, interviene en un pleno especial del Parlamento Europeo sobre la crisis del coronavirus. EFE

Haruki Murakami es autor de un texto que se ha hecho enormemente viral por lo oportuno para interpretar estos tiempos de zozobra, el texto habla sobre la supervivencia después de una tormenta y finaliza así: "Cuando salgas de esa tormenta, no serás la misma persona que entró en ella. De eso trata esta tormenta". También en estos días otros y otras escritoras se han hecho eco de similar apreciación. Entre ellos, Paolo Giordano físico y autor de un famoso libro ("La soledad de los números primos") pone el énfasis en esa dimensión de desafío y de cambio sobre la que esta pandemia nos interroga: "No solo es un shock económico sino también cultural, muy fuerte. No sé predecir qué cambiará a largo plazo pero debo decir que espero y deseo que algo cambie".

Esa es una intuición que nos persigue individualmente en estos días: esto es algo desconocido, radicalmente nuevo y con una dimensión global que nos une en el sufrimiento y nos hace preguntarnos por lo realmente importante. A fecha de hoy, algo más de un tercio de la humanidad vive alguna situación de confinamiento relacionada con el coronavirus. ¿No nos dice nada este dato?

La radical novedad de la situación nos exigiría dimensionar el problema a ese nivel para abordar, también, soluciones novedosas, no solo en lo inmediato, esto es, en la gestión de la pandemia, también para lo que vendrá después.  Pero esto se antoja más complicado: las sociedades responden con los recursos institucionales, cognitivos y emocionales disponibles y no es que no vayamos a conocer respuestas a la situación, pero, probablemente, lo haremos en las condiciones del pensamiento dominante en el día de hoy. Y pensamiento dominante nos dice también de hábitos sociales, pautas de comportamiento, horizonte de expectativas.

La Unión Europea es un ejemplo de esas respuestas tradicionales, en un marco institucional, cognitivo e ideológico concreto para enfrentarse a la pandemia. Y este marco está hoy dominado por la respuesta estatal-nacional a la crisis y por las dificultades para articular respuestas globales a la altura del desafío y de sus consecuencias. Esta era y es, todavía, una oportunidad para que la Unión Europea se haga un espacio en el corazón de la ciudadanía de los diferentes países, una oportunidad para ocupar un lugar destacado en la respuesta y que así sea visibilizado por las gentes en países particularmente castigados por la pandemia como Italia o España.

Pero hasta ahora, esa respuesta ha seguido el guión de un modelo tan clásico como subóptimo tanto en términos de eficiencia, como de correspondencia con el nivel del desafío planteado.

Desde los primeros días, la dirección de las operaciones para combatir la pandemia fue tomada por los estados-nación con decisiones, que en el marco de la UE, confrontaron a unos países contra otros. Alemania y Francia, por ejemplo, decidieron, inicialmente, bloquear las exportaciones de equipos de protección que hubieran podido ayudar a contener la pandemia en Italia. Hubo cierres de fronteras unilaterales y situaciones dantescas, como que Polonia prohibiera a los nacionales de los países bálticos el tránsito por su territorio para regresar a sus países.

A fecha de hoy, y siguiendo la información disponible, 9 países aplican medidas de confinamiento más o menos intensas (Austria, Bélgica, España, Francia, Grecia, Italia, Luxemburgo, Polonia y Rumanía) y uno de ellos, confinamientos parciales (Alemania en la Baviera y El Sarre). Pero todos ellos difieren en la fecha en que lo comenzaron, la intensidad de las medidas y la capacidad de los sistemas sanitarios para responder a la pandemia, auténtica clave de lucha contra la enfermedad.

El resto de los países aplican medidas parciales como cierres de comercios, restaurantes y locales de ocio o prohiben congregaciones de personas en diferente número. Hay una cierta lógica en esta cacofonía administrativa y política: no todos los países tienen las mismas tradiciones de relación social ni la misma resiliencia frente al confinamiento; pero plantea un problema mayor: ignoramos las consecuencias del comportamiento de este virus en el futuro próximo ante la ausencia de una vacuna o remedio parcial, al menos. Y eso puede querer decir que si el comportamiento de la enfermedad sigue pautas similares, la salida de la situación vivirá diferentes ritmos y tiempos según los países pusieron en marcha sus medidas y el alcance de las mismas. Y esta situación puede dificultar la "vuelta a la normalidad" en el conjunto de la Unión, amplificando las consecuencias negativas tanto en términos económicos, sociales y simbólicos.

Se argumenta, con razón, que la UE no tiene competencias en materia sanitaria y esto ha dificultado su respuesta. Pero no estamos sólo, ni fundamentalmente, ante una crisis sanitaria. Es esa dimensión civilizatoria de la pandemia la que habría que intentar poner en primer lugar, porque es en esa dimensión psicológica y simbólica donde vamos a jugarnos el futuro próximo.

Algunas de las medidas tomadas hasta ahora, están orientadas en la buena dirección: la intervención de la Comisión para precisar las reglas de circulación de las personas (que han permitido que los nacionales de los países Bálticos hayan vuelto a sus países, vía Polonia si así lo necesitaban); o abriendo "corredores verdes" para que no colapsara el tráfico de mercancías, tan importante para mantener la actividad vital en algunos países; o la reciente compra de material médico para los países europeos o la creación de una reserva estratégica en previsión de futuras pandemias o situaciones extraordinarias.

La movilización de recursos extraordinarios (casi un billón de euros entre los diferentes programas activados) por parte del Banco Central Europeo; la utilización de Fondos Regionales para ofrecer recursos a los diferentes países (37 mil millones de euros); el levantamiento de los límites al gasto público impuesto por el Pacto de Estabilidad; o la flexibilización de las limitaciones sobre ayudas estatales,  son también medidas útiles, pero del todo insuficientes.

Entre las muchas medidas puestas encima de la mesa para colocar a la UE a la altura del desafío que esta pandemia plantea se han citado algunas que han adquirido la dimensión de clásicas y apoyos muy plurales y transversales: coronabonos europeos (una forma de mutualizar la deuda a precios razonables en los mercados financieros internacionales); o la activación de los 410 mil millones de euros de los que dispone el Mecanismo Europeo de Estabilidad (EMS). Pero también el recurso al artículo 222 del Tratado de Funcionamiento de la Unión que el Consejo y la Comisión podrían haber invocado para ayudar a Italia o España, primero, pero a otros países después.

Si pensamos en la dimensión del desafío y en el "día después" nos encontraremos confrontados, como europeos, a cuestiones que no pueden ser encajonadas en los estrechos marcos de la normalidad de las instituciones de la Unión: nuestro castigado planeta y su futuro; el uso de los big data y su impacto en términos de libertades y democracia; la cohesión social y los efectos devastadores de la desigualdad; la relación entre lo público y lo privado. O, en términos más clásicos: un nuevo entorno concurrencial transformado o una crisis económica de dimensiones desconocidas.

Llegados a este punto, podemos correr el riesgo de ser otros más de los afectados por el coronacionalismo y pensar que, vistas las dificultades para que la UE juegue un papel relevante, mejor volvemos a mirar el estado-nación como regulador global. Si esa fuera la conclusión, no habríamos entendido mucho, me temo.

Necesitamos este espacio supranacional para abordar los desafíos del día después. Y la UE que habrá que cambiar, para que este a la altura de responder a esos retos civilizatorios, es la actualmente existente, ninguna otra inventada deprisa y corriendo o fruto de alguna astuta ocurrencia. A ello habrá que dedicar algunas de nuestras mejores energías, de las mejores experiencias atesoradas en este período. Poner en valor, por ejemplo, toda la solidaridad, la empatía, las ganas de convivir en paz que han sido expresadas y vividas por millones de personas en toda Europa. Y también la reivindicación de lo público; la demanda de un papel activo de los poderes públicos; una cierta comprensión de la relación entre consumismo y pandemia; y la reserva de confianza que atesoraban nuestros sistemas políticos pese a desmanes, crisis y desafección.

La tormenta en la que estamos nos está cambiando y nos cambiará aún más. También para nosotras y nosotros, gentes que queremos transformar el mundo, vale la reflexión sobre las cosas que necesitaremos cambiar para que la esperanza de la utopía no se convierta en un recurso tóxico o en una repetición de lo que ya sabíamos.

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