Rosas y espinas

Rarocracia

Antes los niños querían ser piratas, astronautas, bomberos, vaqueros, violinistas o fisioterapeutas. Ahora, si tienes un niño listo y le preguntas qué quiere ser de mayor, la respuesta es evidente: "Papá, yo de mayor lo que quiero es ser corrupto". Es una profesión muy digna. Durante el día recabas dinero que no es tuyo y por las noches rezas un padrenuestro a dios o a Marx antes de dormirte tranquilo.

Yo nunca he sido corrupto, aunque sí me han ofrecido un par de silencios retribuidos. No acepté. No era suficiente.

Mi primera relación epidérmica con la corrupción fue a principios de los 90. Yo intentaba montar una pequeña empresa audiovisual y concerté una cita con un alto cargo de la administración pública cuyo nombre no puedo decir, porque aquel día no iba en busca de pruebas. Me acompañaba un socio, amigo y compañero de izquierdas, a quien llamaremos Pérez. Un veterano en estas lides. Yo era novato. Leímos y presentamos el proyecto ante el alto cargo, que lo escuchó con diplicente interés.

—Esto no es ninguna tontería —nos dijo el alto cargo—. ¿De cuánto dinero estamos hablando?

Mi socio, ya dije que un veterano en este tipo de plazas, empezó a desglosar el presupuesto.  El alto cargo asentía, complacido. Era un buen proyecto. Y barato. Tras hacer las cuentas, mi socio Pérez añadió con naturalidad.

—Bueno, y lo suyo.

El alto cargo asintió con cordialidad distanciadora. Lo suyo se daba por descontado. El alto cargo no llamó a la policía. Yo tampoco llamé a la policía. Estábamos cometiendo un delito. Si no denuncias un delito que presencias, te haces cómplice. Todos calladitos. El proyecto nunca prosperó. No soy un corrupto. Solo soy silencio.

En 2003, un periódico me encargó investigar por qué los diputados electos a la Asamblea de Madrid, Eduardo Tamayo y María Teresa Sáez, se abstuvieron de votar a su candidato y concedieron a Esperanza Aguirre la presidencia de la comunidad, a pesar de que la coalición de izquierdas había conseguido la mayoría para gobernar. Todo el mundo olía cual la Dinamarca de Hamlet. A podrido.

Como todos los periodistas, recorrí los despachos de las altas jerarquías socialistas e izquierdaunistas, o como se diga. Nadie sabía nada. ¿Nadie sabía nada? Mentira. Me di cuenta de que los propios perjudicados en aquel golpe de estado estaban mintiéndome. Protegiendo a sus ejecutores. Sabían lo que había pasado, quién había comprado qué. Pero no se lo podían decir a un periodista, a un medio, al pueblo. Demasiadas verdades para un solo pueblo. Demasiados ladrillos, enriqueciendo a todas las siglas, para erigir el cementerio donde enterrar la honradez.

¿Y ahora? ¿Qué hacemos el pueblo ahora? Ahora que nos gobierna un estercolero que ya no sabe dónde esconder la mierda. ¿Volvemos a votar a los corruptos de antañazo, cuando Filesa y los GAL y tal?

Nuestra clase política ha conseguido eso. Convertirse en una clase. En otra clase que no soy yo ni tú. Convertirse en una casta. En otra casta. En una sinergia de siglas encubridoras, que se amparan unas a otras, y que dejan sin voz al votante, a la calle, al obrero, a la democracia.

Todo el mundo, menos Bárcenas, sabe que los papeles de Bárcenas los ha filtrado Bárcenas. Es Saturno devorando a Saturno. Y yo me pregunto, en mi ignorancia, cómo es posible que la oposición no hubiera observado rarezas antes. Y las hubiera mandado investigar. Sospecho, con tristeza infinita y alguna lágrima errante, que no las observaron porque eran demasiado parecidas a sus propias rarezas. Rarocracia

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