Rosas y espinas

Te voy a contar un cuento

Desde mi estupidez, he adivinado que ser inteligente no sirve para nada. Lo único que sirve para algo es formar parte de un pueblo inteligente. Como ya he dicho todo lo que tenía que decir, ahora voy a rellenar esta columna hasta las 600 palabras para que no me despidan. ¿Qué puedo contar? ¿Un cuento? ¿Valen dinero los cuentos? ¿Dan de comer y de beber los cuentos? Creo que no. Creo que los que cuentan cuentos, en general, salen perdiendo. Y no por falta de sinrazones. Cuando cuentas un cuento, dejas de ser un ser real y te conviertes en un personaje. En el personaje que dice. En el personaje que cuenta. Cuando te conviertes en personaje, asumes la tremenda obligación de hacer marchar la historia. Y cuando marcha la historia, la historia te aplasta como un tanque, porque la historia de la humanidad está llena de tanques y de aplastamientos. Y una vez aplastado ya no puedes contar nada.

Este cuento empieza en el mítico Reino de Nunca Acabar, que es un reino incomprensible donde el rey nunca se acaba. Donde el rey es la única persona que no se acaba. Ni siquiera aplastado por el tanque de la historia. Esta quiere ser la historia de todo aquel que nunca ha podido ni querido ser rey. Echad un palo a la lumbre, que os cuento en silencio el cuento.

Érase un pueblo, digamos, morenito y alfarero, donde se daba importancia al color de tu cabello. Un día llegó un flautista, con mil ratas de cortejo, tocando una melodía de avaricia y sexo al peso. Llamó al canto libertad, y a las ratas consejeros, y el pueblo medio aburrido le echó monedas y besos. Qué flautista primoroso, qué ratas encorbatadas, qué sapiencia roedora, qué gracia sus dentelladas.

El pueblo entronó al flautista y dio cobijo a las ratas, en sus casas, en sus dientes y en sus cunitas mojadas. Construyeron agujeros para que entraran las ratas, pero barcos arrogantes se llenaron de piratas. Siempre hay quien no comprende a los flautistas y ratas, que nos llenan de progreso hasta que el progreso acaba.

Las naves no dispararon. Digo yo: no haría falta. Ciudad con tanto agujero se cae de agujereada. Cuando cayó la ciudad, los piratas se acercaron. El pirata capitán era un morito morado.

Les dijo: ¡Ratas, flautista! Largaos sin penitencia. Ya no hay jueces pa juzgaros y yo no mato a cualquiera. Tú ensañado y yo enseñado, ya es bastante vuestra pena.

El moro se sonrió, y el rey flautista también. Movió el brazo dulcemente. La flauta era una pistola. Y cuando mató al pirata el pueblo le hizo la ola

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