Rosas y espinas

Académicos, 'irsus' de la RAE

 

Creo que Darío Villanueva, actual presidente de la Real Academia Española, es el segundo mejor profesor que he tenido en mi vida, después de mi madre (para que luego digas que no te llamo, tonta). A los dos, como maestros, les reconozco la misma virtud: la impaciencia. Darío Villanueva daba clases de teoría de la literatura en la facultad de filología de Santiago, mi pueblo. Cuando uno es joven y poeta, y yo era eso y más, tiende a pensar que las palabras teoría y literatura son insociables, beligerantes, no potables como mejunje inspirador. Pues yo era joven y poeta, me sabía Baudelaire (en los dos sentidos del verbo), y fui a escuchar las clases de un pirao llamado Darío Villanueva que intentaba conciliar las palabras teoría y literatura en una asignatura que insultaba mi malditismo también byroniano. Los resultados los he resumido en la primera frase.

¿Por qué es tan importante la impaciencia del enseñante? Porque no puede esperar a la inseguridad del enseñado. Un profesor no transmite saberes, sino la audacia de acelerar conocimiento (con lo triste que es el conocimiento). Y eso hizo Darío Villanueva en sus clases y con el libro/tesis Estructura y tiempo reducido en la novela, que por primera vez estudió nuestra literatura franquista (o antifranquista) con perspectiva universal. Ahí supimos los chavales de entonces que había que leer a John dos Passos, a Camus, a Joyce y a Faulkner para entender lo que nos estaban contando Cela, Ferlosio, Marsé, los Goytisolo, Martín Santos y Cervantes.

Ahora aquel mismo profesor impaciente, 30 años después, preside una academia tan paciente que, en lugar de marcar las pautas del buen hablar, permite que los paletos como yo puedan decir, sin pudor lolafloriano, iros. Cualquier día legalizamos irsus. Que las academias se adapten a las exigencias del pueblo es populismo. Yo quiero una academia que me corrija, que me desborrique, no una academia que por voluntad de una mayoría analfabeta se adapte a la borriquización. Yo, como escritor o como ciudadano, tengo derecho a neologizar borriquismos, pero si pago a una academia es para que me los corrija, no para que me los fomente, aplauda y me los calce en el diccionario. El desborriquizador que me desborriquice, buen desborriquizador (y académico) será.

La lengua es como las leyes: hay que defender su pureza fría, no conservarla tibia entre el excremento de los bueyes. Admitir estas aberraciones en el diccionario se observa desde la RAE como un acercamiento de la cultura (mayúscula) al pueblo (minúsculo). Y tiene que ser al revés. Lo que hay que hacer es empotrar al pueblo en la cultura: se llama invertir en educación. Demanda que, quizá, me encantaría escuchar de la RAE. Y, si no, irsus.

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